Era un martes, el 2 de octubre de hace 30 años, el día 14.970 de la República Democrática Alemana (RDA). Estaba en Pariser Platz ante la Puerta de Brandemburgo. Recuerdo que era por la mañana. Llevaba unos días viviendo la programada desaparición de ese estado: cambio de los uniformes de la policía, fusión de distintas oficinas oficiales, cierre de legaciones diplomáticas en el Este, comienzo de la retirada de las tropas extranjeras, etc...Resultaba algo surrealista vivir cómo un país desaparecía para convertirse en parte de otro.
Percibía que para muchos alemanes eran también días de sentimientos encontrados, de alegría contenida, la euforia de la caída del Muro ya no existía y en no pocos había miedo al futuro e incertidumbre. Pero era también increíble ver cómo la unificación se iba a producir menos de un año después de la loca noche del 9 de noviembre de 1989.
Estaba allí ante la Puerta de Brandemburgo, pensando que todavía quedaban muchos retos por delante, pero viviendo un sueño hecho realidad. Una música captó mi atención. Y mi mirada se posó en aquel hombre que tocaba un organillo en una de las esquinas de Pariser Platz.
No recuerdo su nombre, pero sí que su mirada, curtida por la experiencia de los años, desprendía paz y tranquilidad. Nos pusimos a hablar. Lo había visto y vivido todo: la dictadura nazi, la guerra, el totalitarismo comunista, la caída del Muro y ahora la entrada del capitalismo en su vida. Le pregunté que qué esperaba.
"Querida", me dijo, "yo ya puedo esperar poco, lo único que deseo es paz y que no vuelva a haber guerra ni separación, que hayamos aprendido la lección". Había cierta resignación en sus palabras, pero de los acordes de su organillo brotaba la esperanza.
Treinta años después, Alemania es una y los alemanes han aprendido la lección: paz y no más separación
Treinta años después sus deseos se han cumplido. Alemania es una y los alemanes han aprendido la lección, aunque todavía no hayan sacado esa matrícula de honor de la perfección que tanto ansían siempre y que tanta desazón les provoca. Por eso, les cuesta tanto reconocer que la mayor parte del camino ya está recorrida, aunque todavía existan diferencias entre los dos lados. Y habrán de empezar a acostumbrarse a hablar de diferencias regionales, como en el resto del mundo, más que de diferencias entre el Este y el Oeste.
No ha sido fácil. Tras la euforia del reencuentro llegaron el muro en las cabezas y en los corazones, y los reproches. Para los del Este, los del Oeste eran los Besserwisser (los que lo saben todo mejor). Estaban hartos de que les dieran lecciones y ocupasen los mejores puestos en la antigua RDA. Para los del Oeste, los del Este estaban acostumbrados a que papá Estado les diese todo.
Una parte importante de un par de generaciones de germano orientales se quedó por el camino, sin empleo y eso ha tenido enormes consecuencias sociales.
Las mujeres, acostumbradas a la igualdad en el trabajo durante el régimen comunista, fueron las primeras en quedarse en paro. Los funcionarios fueron sustituidos por los Besserwisser del Oeste y a los antiguos miembros del régimen o los informadores de la Stasi se les aplicó la justicia de los vencedores.
Y esos primeros días de octubre de alguna manera ya se intuía lo que iba a venir después. Pude observar también como grupúsculos de neonazis campaban un poco a sus anchas en ciertas zonas de Berlín Este. Empezaron a emerger al calor del descontento, el desempleo y la falta de perspectivas.
El abismo que se había abierto por décadas de vivencias y socialización diferentes era más grande y profundo de lo que se pensaba. Pero el 2 de octubre de 1990 iba a ser un día de conciertos, discursos y fiesta popular en la Puerta de Brandemburgo y en la avenida Unter den Linden. Tenía que ser un día de alegría.
La unidad alemana no está consumada con la adhesión. Es, y continuará siendo, una tarea común de todos los alemanes
Lothar de maizière (1990)
El canciller Helmut Kohl pronunció, en su declaración oficial, la famosa frase de los paisajes florecientes que le ayudó a ganar elecciones y que nunca llegó a cumplirse del todo. Su colega del Este, Lothar de Maizière, más realista, advertía, en su despedida: "La unidad alemana no está consumada con la adhesión. Es, y continuará siendo ,una tarea común de todos los alemanes". Siempre le dijo a su población que tenían que atravesar un profundo valle y que después todo iría mejor, pero la gente no quería escuchar lo del valle profundo,
Los dos vivieron juntos el histórico acto de la Unificación delante del Reichstag, ese acto en el que de las 23:59:59 del 2 de octubre a las 00:00:00 horas del 3 de octubre de 1990 desaparecieron para los ciudadanos de la antigua RDA todas sus referencias de 40 años, las de un país con su bandera, su himno, sus símbolos, su propia idiosincrasia. Se evaporaron para no volver. Bueno, se quedaron los famosos Ampelmännchen (los hombrecillos de los semáforos). Sin duda, eso lleva a una pérdida de identidad sobre todo en los más adultos. Y también tiene un importante coste social.
Allí y en ese momento se certificó la muerte de un país y la ampliación del ganador, del occidental. Se despidió a la RDA y se dio la bienvenida a la nueva Alemania que había sido posible gracias a que a mediados de julio el líder soviético, Mijail Gorbachov, había dado el visto bueno. Se negoció en tiempo récord el Tratado de Unidad: 1.100 páginas, tres kilos de papel. En él se recogían las bases sobre las que crecería la nueva Alemania.
Seguro que esa noche también andaba por allí una de las portavoces del gobierno de Lothar de Mazière. Era física de formación, tenía treinta y pico años, pelo corto y un estilo de vestir típico de la RDA, era austera pero resolutiva. Se llamaba Angela Dorothea Merkel. Y ella mejor que nadie sabe que el camino no ha sido ni es fácil. Hoy, 30 años después, ella es la canciller de Alemania.
Pilar Requena del Río es periodista y profesora de Relaciones Internacionales. Ha sido corresponsal de RTVE en Berlín. Es autora de La potencia reticente. La nueva Alemania vista de cerca (Editorial Debate).
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