Contra la pedraza de Madrid, por el precipicio marítimo que parece haber junto al Palacio Real, la bandera española que hacían los aviones se deshilachó en blanco por un costado rojo, como un encaje de novia malherida y lorquiana. La enfermedad del país va haciendo traslúcidos los símbolos y las instituciones, o al revés, como comentaba ayer. Arriba, la bandera desgarrada como la sábana de los amantes o los asesinos, y abajo, los poderes del Estado en una tensa pugna o persecución como electromagnética, con ministros, jueces o presidentes autonómicos moviéndose, uniéndose y separándose igual que imanes. Ayuso contra Sánchez, Iglesias merodeando a miembros de los altos tribunales, Illa con Iván Redondo en una pareja como de merendola... La celebración dejaba un desasosiego explosivo, como esos botecitos con nitroglicerina de las películas que tintinean sobre un carromato o una mula. Eso viene a ser el Estado ahora, al que hasta le han rajado su capota rojigualda.
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