Contra la pedraza de Madrid, por el precipicio marítimo que parece haber junto al Palacio Real, la bandera española que hacían los aviones se deshilachó en blanco por un costado rojo, como un encaje de novia malherida y lorquiana. La enfermedad del país va haciendo traslúcidos los símbolos y las instituciones, o al revés, como comentaba ayer. Arriba, la bandera desgarrada como la sábana de los amantes o los asesinos, y abajo, los poderes del Estado en una tensa pugna o persecución como electromagnética, con ministros, jueces o presidentes autonómicos moviéndose, uniéndose y separándose igual que imanes. Ayuso contra Sánchez, Iglesias merodeando a miembros de los altos tribunales, Illa con Iván Redondo en una pareja como de merendola... La celebración dejaba un desasosiego explosivo, como esos botecitos con nitroglicerina de las películas que tintinean sobre un carromato o una mula. Eso viene a ser el Estado ahora, al que hasta le han rajado su capota rojigualda.
Ayuso no está muerta porque ahora a Sánchez lo persiguen sus mismas trampas, las cifras de Madrid y también las de Cataluña, que pueden dejar al descubierto su arbitrariedad
Ayuso y Sánchez sólo se pueden reunir bajo la protección de las banderas, como en un armisticio. Casi no se miraron ni se hablaron, se limitaron a estar allí, uno frente al otro, retándose como ajedrecistas o espías ante mudos cronómetros y gallardetes de coche diplomático. Aún hay tensión y partido porque Ayuso debería estar muerta pero no lo está. Y no lo está porque Sánchez, incontinente, incapaz de aceptar el sopapo del TSJM, declaró el estado de alarma en Madrid demasiado tarde, con la curva bajando hacía mucho y con Illa obligado a virar del “me consta que están tomando las medidas adecuadas” al “se ha llegado aquí porque Madrid no ha hecho nada”. Ayuso no está muerta porque el TSJM ha dejado en evidencia a Sánchez, que no legisló un marco alternativo y no hay otra explicación para eso aparte de que no le interesaba. Ayuso no está muerta porque ahora a Sánchez lo persiguen sus mismas trampas, las cifras de Madrid y también las de Cataluña, que pueden dejar al descubierto su arbitrariedad. Todo eso se decían con sus ojos de ajedrez de ónix.
Mientras Ayuso y Sánchez se repelían electrostáticamente, quizá demostrando que es imposible que esto sea un estado cuasi federal como decía el presidente y a la vez requiera de esas intervenciones principescas suyas, Pablo Iglesias rondaba o toreaba a los altos ropones de una manera rapaz o, al revés, ratonera. Me pregunto qué les diría a Carlos Lesmes, presidente del CGPJ, y a Juan José González Rivas, presidente del Tribunal Constitucional. Qué les estaría diciendo Iglesias, que simplemente no entiende que haya leyes ni tribunales, sino que cree que la justicia se tiene que administrar a través de una mezcla de aplausómetros, bingo de patio de vecinos, horcas de cuerda casera y directa conveniencia política.
Allí estaba nuestro vicepresidente segundo del Gobierno, que llama corrupta a la justicia igual que al Régimen del 78, no porque quiera limpiarlos sino porque pretende sustituirlos. Me pregunto si les hablaría como jefe o futuro jefe, o si buscaría su benevolencia como posible futuro reo. Me imagino la conversación rara, siniestramente ambigua, entre la diplomacia y la guerra fría, entre la educación y la amenaza, como se hablan en El Padrino. O entre el pique histórico y el choque de legitimidades, como cuando Fidel Castro charlaba con los papas. Lo de Iglesias con los jueces es más grave que lo suyo con el Rey, que al fin y al cabo es un icono de china, un poco como Ayuso. Pero no sólo está Iglesias, Sánchez ya pretende que la misma mayoría que sustente al Gobierno pueda controlar el CGPJ. Con Iglesias o Sánchez, el caso es que un poder del Estado niega a otro y está ahí hablándole entre venenos, como en un triclinio romano. ¿Puede un Estado soportar esto?
Illa e Iván Redondo, en cambio, parecían hacer un tranquilo aparte de matrimonio secreto, conjuntado y viril, como Epi y Blas o Hernández y Fernández. En realidad, Redondo es todo nuestro comité científico, por encima de Simón, que es sólo un celador con sueño, y al lado de Illa, que se limita a repetir sus palabras como versos de enamorado. Redondo es toda nuestra ciencia y allí estaba Illa, pues, atendiendo a sus indicaciones bajo la sombra académica de su tupé como la de una lechuza de ateneo. Hacen una pareja muy filosófica, muy griega, entre el sofismo y el pupilaje, y muy acorde con este panhelenismo sanchista y alejandrino que ya han visto cómo ha deshecho el nudo gordiano del virus o del nacionalismo, a golpe de sable o nardo.
Bajo la bandera hecha jirones o hecha incienso, el Rey presidía una ceremonia contenida o simplemente triste, no ya ante símbolos desmadejándose, sino ante el Estado mismo desmadejándose. En la crónica de la investidura de Sánchez advertí de que pronto comenzarían estos conflictos de legitimidades, como la falsa disyuntiva ente legalidad y democracia, o incluso entre verdad y democracia. Aquí están ya, ayudados aún más por el miedo o la venganza por el bicho. Hasta estos bailes institucionales se llenan ya de corrillos tóxicos, infiltrados saboteadores y viudas negras. En el cielo amarejado, la bandera se deshilachaba o desangraba en blanco o gris, con una herida en estela, como de viejo cachalote. Mientras, abajo, el Estado era un funeral muy cortés con los herederos y los asesinos.
Contra la pedraza de Madrid, por el precipicio marítimo que parece haber junto al Palacio Real, la bandera española que hacían los aviones se deshilachó en blanco por un costado rojo, como un encaje de novia malherida y lorquiana. La enfermedad del país va haciendo traslúcidos los símbolos y las instituciones, o al revés, como comentaba ayer. Arriba, la bandera desgarrada como la sábana de los amantes o los asesinos, y abajo, los poderes del Estado en una tensa pugna o persecución como electromagnética, con ministros, jueces o presidentes autonómicos moviéndose, uniéndose y separándose igual que imanes. Ayuso contra Sánchez, Iglesias merodeando a miembros de los altos tribunales, Illa con Iván Redondo en una pareja como de merendola... La celebración dejaba un desasosiego explosivo, como esos botecitos con nitroglicerina de las películas que tintinean sobre un carromato o una mula. Eso viene a ser el Estado ahora, al que hasta le han rajado su capota rojigualda.
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