Hay por ahí un meme de la rectora de la Universidad de Granada, Pilar Aranda, pidiendo una licencia de pub para poder abrir sus facultades siquiera como abadías vinateras, ahora que la Junta de Andalucía prima el comercio y el bebercio sobre otra sed del espíritu. En mis tiempos no había muchas distinciones y el pequeño bar de la Escuela Politécnica de Cádiz conectaba directamente con las clases como a través de una bella y antigua grifería cervecera o del Nautilus, que parecía recorrer todo el edificio feo y marinero. Quiero decir que íbamos del bar a clase como bajando o quizá subiendo una cucaña de bombero. Nosotros no teníamos conflicto entre el bar y la carrera, nos lo ponían junto y además con un tuno que nos animaba a mezclarlo todo, el Cálculo, la barra y una españolísima bandurria adornada igual que un as de bastos. Quizá es que nos estamos equivocando con todas estas disyuntivas, la salud o la economía, el bar o las aulas, la derechaza o el poscomunismo faldero. Nos falta, a nosotros y a los gobernantes, el lúcido equilibrio de aquel tuno con su vida, su cigarrillo y su pandereta en equilibrio.
Quieren salvar la salud y la economía, quieren salvar la educación y el turismo, y resulta que se lo están cargando todo casi con la misma efectividad. El hostelero que ya sólo parece atender a vampiros, el estudiante al que le ha cogido la edad del pavo con mascarilla y erección, el médico que tiene que usar más el teléfono que el fonendo, el enfermo que tiene que usar más el teléfono que el termómetro, el currito que va en el autobús como un secadero humano, el anciano que se encuentra aparcado en un moridero como un coche en un cementerio de coches... Todos ellos tienen en común que no se han encontrado con ningún plan global contra la calamidad, sólo con parches sucesivos y contradictorios, no tanto por improvisados sino por indistintos. Es como si nos hubieran dado la misma navajita o la misma pastilla para todo, igual que en la mili. Y esa única navajita o pastilla que tiene el Gobierno como en un botiquín de sargento es cerrar las cosas y los sitios, e incluso los ojos.
Si hay mogollón en los bares, se cierran los bares. Si hay mogollón con los estudiantes, se cierra la universidad. Si hay mogollón en el centro de salud, se cierra todo menos una ventanilla y se habilita una larga cola con cordoncillo, como un besamanos para el cristo/enfermero. Si hay mogollón en todo, se cierra todo y se deja sólo un vecino coñazo con ukelele y el ojo de buey de la televisión con un presidente de concurso. Y si hay preocupación y no se sabe muy bien qué hacer, se cierra algo, algo que haga mucho ruido al cerrarse, como los mesones, que suenan a castillo, o ciudades enteras, que suenan a terremoto. Además, como la mente del político sólo reacciona a la actualidad, las cosas se van abriendo o cerrando según rebosan o se calman, como un sketch de Mr. Bean arreglando grifos. Así que nos encontramos cosas abiertas o cerradas sin más sentido que la sucesión o la caducidad de su urgencia, sea sanitaria, económica o política.
Falta equilibrio, falta coherencia, falta alguien que piense, no como estos políticos del botellón como estudiantes del botellón
La universidad sí, los bares no; o Madrid sí, Navarra no; o Illa con el número 500 y luego Illa con el número 200, como si en Madrid hubiera una subasta del virus o del Monopoly. Uno intenta ver la lógica pero la lógica es la política. Aquí todos han intentado controlar la epidemia como un gallinero, con una vara y un pestillo. Y no por nada, sino porque cualquier otra cosa les salía cara en dinero, en tiempo o en imagen. Cerrar la universidad o cerrar los bares, morirnos del bicho o morirnos de hambre... Y mientras estamos en estas disyuntivas, que parecen carteles en el desierto, nos olvidamos de que deberíamos haber buscado, no ahora, sino hace mucho, el equilibrio.
Falta equilibrio, falta coherencia, falta alguien que piense, no como estos políticos del botellón como estudiantes del botellón. Equilibrio y un plan claro y global. Pero el equilibrio es poco político en tiempos de la polarización extrema, así que uno tiene que morir o salvarse por el dinero o por los pulmones, porque nos dicen que debe haber un partido del dinero y otro de los pulmones, que los ha habido en realidad toda la vida. Rastreos, test, cumplimiento estricto de normas y cuarentenas; y sí, cierres selectivos y bien planificados, no por cerrar algo y que suene a cerrojazo en Alcatraz mientras a alguien se le queda cara de sheriff. Todo lo que debería haberse hecho antes de forzarnos a elegir entre dos precipicios, como el Coyote. Pero nada de eso puede hacerse con nuestro automatismo de improvisación y nuestro ciclo de juergas y resacas, políticas, estudiantiles y ciudadanas.
La rectora de la Universidad de Granada pidiendo la licencia de apertura de un pub... No sería la primera pillería. Cuando la Junta de Andalucía decretó el cierre de los bares de copas, muchos simplemente empezaron a servir chacina y nachos y a llamarse gastrobares. Cerrar la universidad o cerrar los bares... Hay que desconfiar de las disyuntivas, más si detrás de ellas hay alguien con garrote o con recibo. Cuando vemos que no se hace nada aparte de mostrarnos dos formas horribles de palmarla, habría que decidir no decidir, exigir no tener que decidir. Decirles que esa decisión es un fracaso, su fracaso, un fracaso por pereza y por estupidez. Yo tenía el bar y la universidad bajo la misma viga desnuda, como de trasatlántico o rascacielos en construcción, fabril y muy frecuentada. Ahora ya no estaría el tuno, sino que habría un partido de la cerveza y otro del profesor de Cálculo, amenazándonos los dos con una vida tristísima o una muerte inevitable.
Hay por ahí un meme de la rectora de la Universidad de Granada, Pilar Aranda, pidiendo una licencia de pub para poder abrir sus facultades siquiera como abadías vinateras, ahora que la Junta de Andalucía prima el comercio y el bebercio sobre otra sed del espíritu. En mis tiempos no había muchas distinciones y el pequeño bar de la Escuela Politécnica de Cádiz conectaba directamente con las clases como a través de una bella y antigua grifería cervecera o del Nautilus, que parecía recorrer todo el edificio feo y marinero. Quiero decir que íbamos del bar a clase como bajando o quizá subiendo una cucaña de bombero. Nosotros no teníamos conflicto entre el bar y la carrera, nos lo ponían junto y además con un tuno que nos animaba a mezclarlo todo, el Cálculo, la barra y una españolísima bandurria adornada igual que un as de bastos. Quizá es que nos estamos equivocando con todas estas disyuntivas, la salud o la economía, el bar o las aulas, la derechaza o el poscomunismo faldero. Nos falta, a nosotros y a los gobernantes, el lúcido equilibrio de aquel tuno con su vida, su cigarrillo y su pandereta en equilibrio.
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