No basta con escuchárselo a los telediarios o a los ministros con sus grandes llaves de cepo en la cintura, como un carcelero medieval. A los bares hay que ir paseándolos y viéndolos morir, si no, no se entienden. Verlos llegar a tu orilla de caminante como una balsa destrozada, con su escaparate de peces y redes reventado igual que un acuario, boqueando a tus pies. Bares de Madrid, con raros aperos colgados como botas de picador, con vermú turbio, con sifón de zarzuela, con quesos y carnes en orza como si los hubiera metido en tarros Ramón y Cajal. Barras de Madrid, con el café del cuponero, con la caña cuartelera, con gildas y banderillas y torreznos y un euro que de vez en cuando suena como un as ganador o una bala escupida. Casas de comidas con mantel y cocido de pensión, con olor a sábana y a fideos, con señora gorda al fondo con un misterio eucarístico de croquetas; restaurantes de guiris, como plazas de toros con forma de paellera, con jamón pintado en madera de burladero o cristal de gaseosa y mucha tortilla folclorizada. Todos, ahora, están entre circo sin público, carroza desguazada y desastre de maremoto.
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