No basta con escuchárselo a los telediarios o a los ministros con sus grandes llaves de cepo en la cintura, como un carcelero medieval. A los bares hay que ir paseándolos y viéndolos morir, si no, no se entienden. Verlos llegar a tu orilla de caminante como una balsa destrozada, con su escaparate de peces y redes reventado igual que un acuario, boqueando a tus pies. Bares de Madrid, con raros aperos colgados como botas de picador, con vermú turbio, con sifón de zarzuela, con quesos y carnes en orza como si los hubiera metido en tarros Ramón y Cajal. Barras de Madrid, con el café del cuponero, con la caña cuartelera, con gildas y banderillas y torreznos y un euro que de vez en cuando suena como un as ganador o una bala escupida. Casas de comidas con mantel y cocido de pensión, con olor a sábana y a fideos, con señora gorda al fondo con un misterio eucarístico de croquetas; restaurantes de guiris, como plazas de toros con forma de paellera, con jamón pintado en madera de burladero o cristal de gaseosa y mucha tortilla folclorizada. Todos, ahora, están entre circo sin público, carroza desguazada y desastre de maremoto.
Ya sólo nos quedan los bares y los teatros para no volvernos locos. Algo así le he visto decir a Isabel Coixet, que va ganando una melancolía como de Rosa León a la que le han robado la guitarra, una guitarra como una canastilla antigua. En Cataluña cierran los bares y restaurantes y van a hacer vacío en las calles, que es lo único que saben hacer los políticos, aspirar el virus a la vez que el dinero, la gente, los muebles, las frituras, todo como la misma barredura. No sé si es peor cerrarlo todo quince días o ver a los bares morir lentamente, como ballenas con las tripas acristaladas y hervidas. Así veo los bares de Madrid, agonizando en vapores como un géiser.
Bares de Madrid, bares de berberechos, de gallinejas, de caracoles, de bocatas de albóndigas, Plaza de España con el Sancho Panza zampándose uno de calamares, patatas bravas de la Gran Vía donde a mí me bautizaron de Madrid y de bravas cuando los vagones de metro aún iban remachados como submarinos. Bares de Ponzano, como un Broadway de gastromoda, gintonics y besos de pija; bares de La Latina con rincones sentimentales y regionales, con covachuelas gitanas y alfarería mexicana; barrio de Las Letras con cantinas quevedescas y mesones de mosquetero al lado de bares con saxofonistas mendigos y un pastrami pasado por alioli. Bares de copas de Malasaña, con azulejo robado, con botica invadida por los hípsters para tomar vino y crecepelos, con andaluzas y gafapastas y mulatos, todos falsos y auténticos a la vez.
No es que los bares se cierren, sino que se quedan solos, sin ayuda y sin alternativa de los políticos, que únicamente saben cerrar cosas, menos sus bocazas
Restaurantes del barrio de Salamanca, como entrevascos, Serrano desclasado ya de franquicias, calle Ibiza para comer anticipando estirar las piernas por el Retiro, como un soldado o una criada de antes. Finos restaurantes de finos tenedores (Alejo Carpentier), con su vino con lápida, con su sumiller con añada y plaquita, como un buque bretón. Restaurantes con su estrella Michelín o su estrella cocinera/futbolística, restaurantes de soplete y sopa cuántica, con los cocineros como físicos de partículas. Restaurantes de muertos literarios o de toreros muertos, el Café Gijón que todavía tiene camareros vestidos de barbero, el Café Comercial que no ha dejado de ser ferroviario, Chicote que no ha dejado de ser antiguo y peregrinado por la provincia, como una basílica o una estafeta. Más sitios de muerto que también se murieron, el Café de Chinitas que se murió como Manolete, con revolera, o La Mandrágora que se murió como Krahe, o sea como un cristo flaco.
Bares de Madrid, el que no está cerrado tiene ya al camarero con la mirada del farero y un brillo melancólico de armónica en la bandeja. En algunas terrazas la gente muerde los codos del vecino, pero no son todas, ni mucho menos. Hay que mirar dentro, al bar como un cesto de pescador vacío y a los camareros como gente que caza pájaros al vuelo. Dentro, el bar está triste y limpio, como un barco nuevo que han tenido que evacuar. Luego, cuando aún no han llegado la bruja ni Cenicienta, todo en la noche de Madrid está cerrado, con persiana de cueva de dragón o de bodega inundada o de guarida de rapero. Sólo quedan los botellones clandestinos, que se equivocan no ya por el bicho, sino porque sin una barra, sin un amarre, las fiestas sólo pueden ser cosa de salvajes.
No es que los bares se cierren, sino que se quedan solos, sin ayuda y sin alternativa de los políticos, que únicamente saben cerrar cosas, menos sus bocazas. Los bares se quedan solos y nos dejan solos, porque aquí se vive bebiendo y se habla comiendo. Decía Sabina en una canción que “solo en Antón Martín hay más bares que en toda Noruega”. El bar es lo que evita que seamos noruegos, más que nada. Este periódico lanzó el otro día el hashtag #MeGustaMadrid, como arrojando un poema de náufrago a ese Madrid ahora inmenso, medio vacío o medio noruego, apenas habitado por sus Poseidones sumergidos o emergidos, o sea sus edificios, sus estatuas y el propio mapa celeste de sus calles. A mí me gustaría incluso un Madrid muerto, como una esposa muerta, y pasearía sus bares cerrados y sus fachadas congeladas como se pasean los cementerios de artistas. Pero Madrid no está muerto, no lo permitiremos. Iremos del vermú con aceituna a los finos tenedores, y de Sol a Moncloa, exigiendo que se nos devuelva la vida.
Paseo por las orillas de Madrid, orillas de destrucción pasajera, como antes paseaba por la orilla del mar, casi yendo al raque. Ahora, como entonces, me encuentro monedas, anillos, novios abandonados y madera arrancada como piel. Pero aquel mar con resaca estaba lejos de estar muerto y mi Madrid no tiene ya nada que envidiarle a mi mar.
No basta con escuchárselo a los telediarios o a los ministros con sus grandes llaves de cepo en la cintura, como un carcelero medieval. A los bares hay que ir paseándolos y viéndolos morir, si no, no se entienden. Verlos llegar a tu orilla de caminante como una balsa destrozada, con su escaparate de peces y redes reventado igual que un acuario, boqueando a tus pies. Bares de Madrid, con raros aperos colgados como botas de picador, con vermú turbio, con sifón de zarzuela, con quesos y carnes en orza como si los hubiera metido en tarros Ramón y Cajal. Barras de Madrid, con el café del cuponero, con la caña cuartelera, con gildas y banderillas y torreznos y un euro que de vez en cuando suena como un as ganador o una bala escupida. Casas de comidas con mantel y cocido de pensión, con olor a sábana y a fideos, con señora gorda al fondo con un misterio eucarístico de croquetas; restaurantes de guiris, como plazas de toros con forma de paellera, con jamón pintado en madera de burladero o cristal de gaseosa y mucha tortilla folclorizada. Todos, ahora, están entre circo sin público, carroza desguazada y desastre de maremoto.