Y ahora el toque de queda, un sargentón apagando las calles, tapiando el silencio, sólo el sonido policial por la noche como carruajes de caballo, y su sombra exagerada también de caballo fantasmal, de caballo con sombra de incendio, cuando doblan las esquinas y patrullan las plazas. Ahora se les ha ocurrido el toque de queda porque lo habían cerrado todo menos la nada, la nada de la noche, el cementerio sin tapia de la noche, con las farolas como cipreses con alma dentro, encendida y atrapada igual que un insecto. Se les ha ocurrido en Europa y se les ocurre luego aquí, por hacer algo nuevo, algo llamativo, algo lúgubre y algo europeo, de vanidad europea, eso de mostrar nuestras ciudades muertas y elegantísimas a deshora, como teatros de la ópera, como un ala cerrada de un palacio. Los médicos siguen protestando, los rastreadores siguen siendo seres mitológicos, pero la noche terminará en una cascada por la que precipitarse, que da más miedo y es más hermoso, como un fin del mundo.
Madrid se plantea el toque de queda, el Gobierno se plantea el toque de queda. La noche se cerrará con un silbato y seremos todos reclutas o niños incluseros o señoritas de residencia, soñando la libertad tras el reloj tiránico y ferroviario del Estado. Por la noche no es que ataque más el virus, sino las tentaciones. Uno piensa, sin embargo, que las tentaciones ganan siempre a los horarios, a las vigilantas de noche y a las amenazas infernales. Es lo que pasa ya con los botellones y con el calentón. Pero uno no está seguro de que haga falta todo un toque de queda con corneta y cambio de guardia para disolver un botellón. A menos que hayan llegado a la conclusión de que para eso necesitan tanques o ametralladoras. El toque de queda suena a eso, a cadena de tanque, a cinta de ametralladora, a cañón apuntando tras sacos terreros a sombras que se mueven como si las dirigiera Orson Welles. El toque de queda, en fin, suena a querer disolver botellones a cañonazos.
Se les ha ocurrido en Europa y se les ocurre luego aquí, por hacer algo nuevo, algo llamativo, algo lúgubre y algo de vanidad europea
El toque de queda no es que sea más efectivo, sino que es algo nuevo. Los políticos no buscan soluciones, sino novedades. Más el sanchismo, que es una carrera en la que la velocidad de la novedad tiene que hacer olvidar las mentiras, o si no Sánchez se caería como un lechero en bicicleta. Los médicos cuestan dinero, los rastreadores cuestan dinero, los test cuestan dinero, vigilar el cumplimiento de las normas durante todo el largo día cuesta dinero. Lo más barato y lo más simple es cerrar cosas y meterse en agujeros, y eso, que es pura necesidad política, ha terminado siendo lo más científico en pleno siglo XXI. Hemos estado ya en casi todos los agujeros que teníamos, el de la pelusa de casa, el de la sed del bar, el del vacío de la calle, el de la ausencia de los muertos, y por supuesto el agujero ratonero del bolsillo. Pero aún quedaba el agujero de medianoche, agujero de las brujas o de los Gremlins, agujero supersticioso que ahora toca explotar con este toque de queda que es otra frase, otra novedad, otra distracción que permite seguir pedaleando.
El toque de queda me parece una manera de concentrar todas las fuerzas simbólicas del Estado en una frontera y en un concepto, en ese agujero de medianoche que quedaba ahí por aprovechar, como una gallina vieja. Ya digo que no tiene por qué ser más efectivo, pero es nuevo, y la gente siempre presta atención a la novedad, tanto que está sustituyendo a la política y hasta a la ciencia verdaderas. La noche tendrá un tajo, una hora, en la que uno se imagina a la policía o al ejército barriendo las ciudades con linternazos, entre aullidos de perro y despliegue de munición y correajes, como si el botellonero quisiera saltar el Muro de Berlín o se hubiera escapado de San Quintín. Será como crear unas noches de Jack el Destripador en nuestras ciudades. Ya que no hay miedo al virus ni a la policía municipal, que haya miedo a monstruos expresionistas. El toque de queda todavía no saben muy bien cómo se aplicaría, pero suena acojonante y sobre todo militar, y aquí lo militar siempre ha sido percibido como algo monstruoso.
Nuestros gobernantes, que siguen sin dinero o sin ideas, o bien no saben dónde aplicarlos, ahora centran sus esperanzas en la novedad marcial del toque de queda, que suena a hacer la mili. Francia le ha dado un matiz cursi y agónico, como todo lo francés, y aquí esperan que funcione por remedo. Si acaso lo haremos más español, o sea más luctuoso y teatrero. Ya veo nuestras ciudades vaciadas a campanadas, que es como se espanta aquí a los espíritus, y al juerguista o al amante nocturno perseguido por sirenas y focos antiaéreos, y botas militares brillantes y salvajes entre charcos, como potros. Pero, sobre todo, lo veo perseguido por sombras acastilladas de capote o de tricornio. Yo creo que este toque de queda sólo funcionará con sombras de tricornio antiguo, bruñido y de pedernal.
Y ahora el toque de queda, un sargentón apagando las calles, tapiando el silencio, sólo el sonido policial por la noche como carruajes de caballo, y su sombra exagerada también de caballo fantasmal, de caballo con sombra de incendio, cuando doblan las esquinas y patrullan las plazas. Ahora se les ha ocurrido el toque de queda porque lo habían cerrado todo menos la nada, la nada de la noche, el cementerio sin tapia de la noche, con las farolas como cipreses con alma dentro, encendida y atrapada igual que un insecto. Se les ha ocurrido en Europa y se les ocurre luego aquí, por hacer algo nuevo, algo llamativo, algo lúgubre y algo europeo, de vanidad europea, eso de mostrar nuestras ciudades muertas y elegantísimas a deshora, como teatros de la ópera, como un ala cerrada de un palacio. Los médicos siguen protestando, los rastreadores siguen siendo seres mitológicos, pero la noche terminará en una cascada por la que precipitarse, que da más miedo y es más hermoso, como un fin del mundo.
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