Al final, la moción contra Casado fue la moción de Casado. La cuchillería de Vox se quedó en la cacerola o en la palangana de barbería que siempre fue; al trabuco de Curro Jiménez le brotó una lágrima hermosa como una pompa de jabón, una lágrima como de Candy Candy y una pompa como de saxofón de payaso; y a Sánchez se le calentó su champán de limusina de hortera. Abascal quedó allí con una tristeza afelpada de cuernos y de sombrero ladeado, como un tanguista o un detective engañado. Cómo has podido hacerme esto a mí, muñeca, y en ese plan. Pero era lo único que Casado podía hacer para salir de la trampa.
Casado se deshizo de Vox como de una plancha vieja y aguó los planes y los discursos de Sánchez e Iglesias. Dejó como tres cruces en ese Gólgota de huesos y castañas que a veces parece la tribuna del Congreso y bajó con un PP que se diría nuevo o al menos barnizado. Casado hizo lo que tenía que hacer, pero además lo hizo con brillantez. La derechita cobarde dijo “hasta aquí hemos llegado”, precisamente, y empezó a soltar sopapos duros y exactos como latines a esa derechaza agusanada, con sus regüeldos imperiales, sus bulos racistas y marcianos y su olor a cajón de cura viejo; esa derechaza que alimentaba a Frankenstein, asustaba en Europa y convertía cualquier posibilidad de gobierno en una ruleta rusa o en un bingo de Esteso.
Casado me recordó a aquél que fue capaz de liquidar en unas primarias a esas como dos Esperanzas sevillanas del PP, bamboleantes de joyas, puñales y leyendas, que eran Cospedal y Soraya. Me recordó al discurso suyo de entonces, que fue como ir despertando pellizco a pellizco todos los dedos dormidos del PP de Rajoy, dormidos de sostener todo el tiempo la cucharilla con la que don Mariano removía la nada constantemente como un café con leche frío.
Casado hizo lo que tenía que hacer, pero además lo hizo con brillantez
Claro que entonces Casado no sabía muy bien qué hacer con el PP. Aún fue primero a perseguir toreros para sus carteles de tablao, antes de ponerse a buscar el centro como las llaves perdidas. Es en esta moción de censura donde quizá Casado ha encontrado ese centro, especie de laberinto del Minotauro en el que su partido llevaba perdido desde que Alfonso Guerra le dedicaba chistes de carretero sobre lo largo que les estaba resultando el camino.
Lo importante de ese discurso, y de esta moción de censura, es que parece que Casado ha encontrado ese centro, que no es ser modosito arrebolado ni ser tecnócrata relojero con telarañas ni quedarse de mirón oportunista. Ha encontrado que el centro es precisamente no ser Vox, como él mismo dijo. No ser Vox, que queda solo en su rincón velando armas fantasmales, adorando pecios de galeones y pendones de flecos gordos como fideos gordos, y lanzando vivas con perdigón a su patria joseantoniana, tan valientes de historia y tan acomplejados o acojonados ante Europa, ante el emigrante o ante la posibilidad de parecer calzonazos. Abascal lo llamaba “equidistancia”, equidistancia entre ETA y él, incluso. Abascal aún quería ser algo para Casado, algo del PP, siquiera un flanco. Pero el centro es no ser él, es no vivir en una ruló de la política, acumulando leche en polvo y esperando invasiones zombis. El centro es la negación de Vox, que es neandertalismo político e intelectual.
El centro es la negación de Vox, que es neandertalismo político e intelectual
Si Casado ha encontrado el centro eso significa que la política española recupera cierto equilibrio. Ha muerto el trifachito, esa derecha trifálica como un íncubo, ha muerto la foto de Colón, que fue un error dominguero con buena intención: aquí aún no somos Francia, y los símbolos de la ciudadanía, concepto en el que no nos han educado, son sólo garrotes ideológicos. Vislumbrado más o menos el centro, el peligro que se puede encontrar Casado es volverse a Rajoy, ahí mirando sólo sus cuentas de cerillera, y olvidar que los peores enemigos de la prosperidad y de la democracia siguen siendo los populismos, los nacionalismos y la homogeneidad de pensamiento. O sea, habrá que ver qué clase de PP queda en el País Vasco, en Cataluña o incluso en Galicia, donde no hay PP sino un señor con su propio nombre de marca, como un conservero de allí. Y habrá que seguir en la batalla que llaman “cultural”, pero que no es cultural (cultura es todo lo que hace el hombre, hasta el canibalismo), sino civilizatoria, contra la izquierda reaccionaria, puritana, censora, aplastadora y supertacañona.
Casado bajaba de la tribuna entre los vítores curristas de su bancada y el zureo de palomar de los demás. No sólo había descolocado a Abascal, que subió y bajó como mirando un camafeo pisoteado, sin poder apenas hablar, sino que sobre todo había descolocado a Sánchez. Sánchez, con sus ojos sobre la mascarilla igual que tras un burladero, era la verdadera medida del impacto del discurso de Casado. Con Abascal había satisfacción y con Casado sólo turbidez o ya melancolía. Sánchez tuvo su derecha como del tiempo de la copla, tan folclórica, tan de retratista, y parecía darse cuenta de que se le había acabado.
Abascal quedaba como una viuda de notario y Sánchez quedaba como un guapo con gatillazo
Casado descolocó a todos y ya Iglesias, Lastra y de nuevo Sánchez tenían que leer discursos de otra semana, como un periódico o una quiniela de la barbería de su política. Iglesias improvisó un halago a Casado, halago de profesorcillo y de tunante, sabiendo que nada podía hacerle más daño, pero sus intenciones venenosas, esa misma necesidad urgente de herir, descubría su frustración (frustración y agresión, es el ancestral mecanismo psicológico). Sánchez, por su parte, tuvo que convertir las severas advertencias de la UE en propuesta para solucionar lo del Poder Judicial (¿volverá a ser a pachas, o mantendrá Casado su promesa de despolitizarlo?). Sólo intentaba mantener el tipo, como el guapo tocado de desamores o de vino.
Casado había conseguido que todo girara a su alrededor. Se había hecho con el centro físicamente, como un tenista. A mí todavía me deja dudas en ciertas palabras cogidas, como las de Sánchez, de las postales y las bandas de las mises. La concordia y la convivencia, por ejemplo, simplemente no son posibles con los fanáticos. No sirven si se consiguen a costa de la libertad y los derechos de los ciudadanos, como ya se sabe en el País Vasco, donde se celebra la paz rechinante de dientes de los cementerios. “Señor Abascal, señor Sánchez; señor Sánchez, señor Abascal”, así se colocaba Casado, de momento, en el centro. Así, como a raquetazos, se denunciaba y se destruía esa simbiosis ceniza entre la antipolítica de la derecha y de la izquierda. A uno y otro lado, Abascal quedaba como una viuda de notario y Sánchez quedaba como un guapo con gatillazo.
Al final, la moción contra Casado fue la moción de Casado. La cuchillería de Vox se quedó en la cacerola o en la palangana de barbería que siempre fue; al trabuco de Curro Jiménez le brotó una lágrima hermosa como una pompa de jabón, una lágrima como de Candy Candy y una pompa como de saxofón de payaso; y a Sánchez se le calentó su champán de limusina de hortera. Abascal quedó allí con una tristeza afelpada de cuernos y de sombrero ladeado, como un tanguista o un detective engañado. Cómo has podido hacerme esto a mí, muñeca, y en ese plan. Pero era lo único que Casado podía hacer para salir de la trampa.
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