La nueva normalidad era al final un estado de alarma de seis meses. Pedro Sánchez volvió a salir trabado de banderas, plisados y estampillas, como un gaitero de funeral militar, para pedirnos otra vez sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor, todo eso que suele pedir él a los demás igual que un Churchill de hamaca y cocotero, pero ahora por seis meses. Seis meses, nos espera una larga noche polar con el sol arrestado por los municipales. Seis meses y un día, una condena, es lo que nos cuestan las vacaciones de Sánchez, su olvido del virus. Sus vacaciones no sólo cuando se fue para oírse a sí mismo como a un sirenito dentro de las caracolas marinas, sino cuando volvió haciendo ya sólo politiquilla, pendiente de sacar en globo a los presos indepes, de los tablaos republicanos, de los cepos de ratón para jueces o de la Cleopatra yacente y retadora que es Ayuso

Vuelve Sánchez con su cara de puchero y de descalabrado, pidiendo sacrificio o pidiendo friegas, aunque ha sido Ábalos, con esa capacidad de síntesis para la realidad y el dolor que tienen los sacamuelas como él, el que mejor ha resumido esta nueva alarma: “Debemos evitar un confinamiento total y para ello, hay que empezar a trabajar con seriedad”. Casi en noviembre de 2020, hay que empezar a trabajar. Y con seriedad. O sea, que supongo que nada de sacar a Simón haciendo de San José en el portal de Belén de la pandemia, que es el papel que ya venía haciendo y que por fin iba a pegar en esta Navidad de Laponia que vamos a vivir con soledad, estepas y serenos. No, ya están trabajando en serio, después de que el virus fuera derrotado seguramente por la risa y de que la nueva normalidad llegara como un cachondeo.

Seguiremos sin médicos, sin rastreo, sin recursos, sin más medios que taparnos la cabeza, cada vez con más frío y más mugre y más tristeza

Ya trabajando en serio, de momento nos van a apagar las calles como una luz de campamento (es lo que se hacía en los toques de queda militares, apagar hasta las lumbres). Eso sí, Sánchez ha pedido que no lo llamemos toque de queda, que tiene connotaciones negativas, o al menos no tan positivas como las que se merece un segundo estado de alarma con la duración de un embarazo de hipopótamo. Sánchez prefiere que hablemos de limitación de movilidad nocturna, como si fuéramos lagartos. En esta larga noche de las iguanas o de los esquimales, eso sí, nos iluminará ese semáforo de riesgo que han tardado casi diez meses en armar, lo justo para decirnos que casi todos estamos en riesgo alto o extremo. En riesgo ya sabíamos que estábamos, mientras Sánchez se dedicaba a posar sobre el piano de Rhodes como si fuera Liza Minnelli o a desencuentros ambiguos con Ayuso, algo así como una fría espía rusa. Ya estábamos en riesgo, pero ahora nos han puesto colores. Ése ha sido el avance de Sánchez, explicarnos la epidemia, a estas alturas, como con teletubbies o con el auto feo de los payasos de la tele.

La nueva normalidad nunca existió, salvo para Sánchez, que hacía lo de siempre. Haber llegado a otro estado de alarma, aunque sea para poder sacar a los amantes de debajo de las farolas, que dan luz de luna, es un fracaso. Quizá todo lo que le pasa a la gente es que se creyó a Sánchez. Lo creyó cuando dijo que había derrotado al virus, cuando él mismo se fue de vacaciones vestido de gondolero y, aún más, lo creyó cuando volvió y dejó el virus a los barrenderos municipales para poder dedicarse a hacer política de toda la vida, política de carrusel deportivo. Quién se va a preocupar por el virus, quién se lo va a tomar en serio si no lo hace ni el presidente, al que hemos visto dedicado a vender sangre de derechona y pelos de la barba del Rey a sus socios, o a buscar esa influencia de sacristía de los fiscales y de los jueces como antes se buscaba la recomendación del cura.

Hemos llegado a otro estado de alarma, que ya debería llamarse estado de calamidad como en Portugal, donde ahora el español, lleno de fe y desesperación, va a comprar mascarillas como esas Vírgenes de estalactita o aguamarina de Fátima. El fracaso se les puede endilgar a muchos, autonomías o juerguistas, pero es de Sánchez, que estaba por encima de todos y no hizo nada salvo echarles discursos desde el aire o desde la cama, como el papa al que ha ido a ver ahora, bendiciendo con una mano de madera, como una lenta manivela de bendecir. Seis meses y un día de estado de alarma, una condena. Y seguiremos sin médicos, sin rastreo, sin recursos, sin más medios que taparnos la cabeza, cada vez con más frío y más mugre y más tristeza. Seis meses y un día encerrados en la Siberia de la alcoba, en el pozo de calabozo de la noche, en esa Navidad de bola de nieve, falsa, claustrofóbica y siniestra, que viene a ser el sanchismo.

La nueva normalidad era al final un estado de alarma de seis meses. Pedro Sánchez volvió a salir trabado de banderas, plisados y estampillas, como un gaitero de funeral militar, para pedirnos otra vez sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor, todo eso que suele pedir él a los demás igual que un Churchill de hamaca y cocotero, pero ahora por seis meses. Seis meses, nos espera una larga noche polar con el sol arrestado por los municipales. Seis meses y un día, una condena, es lo que nos cuestan las vacaciones de Sánchez, su olvido del virus. Sus vacaciones no sólo cuando se fue para oírse a sí mismo como a un sirenito dentro de las caracolas marinas, sino cuando volvió haciendo ya sólo politiquilla, pendiente de sacar en globo a los presos indepes, de los tablaos republicanos, de los cepos de ratón para jueces o de la Cleopatra yacente y retadora que es Ayuso

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