Iglesias no está hecho para el traje, que le queda como si lo sacaran de la piscina con él. Pero se lo puso, se puso traje para la ceremonia del dinero, como se pone traje un novio que nunca se lo ha puesto. El dinero público es esa señorita rosada de pueblo que se merece un traje y hasta un vals, aunque a Iglesias la cosa le quede como un camarero bailando un pasodoble. Los presupuestos son dineros nuestros que los políticos presentan como suyos con un ritual de cuerno de la abundancia, levantando y enseñando el tomito como un cáliz sagrado o como la novia de pueblo a la que luego le quitarán lascivamente los lazos y la inocencia de pastorcilla en la intimidad. Iglesias, con la corbata mal puesta o todavía tendida, con la chaqueta bocona con la percha de alambre dentro; Iglesias como un tronco de árbol con traje, en fin, era como el novio feo y montuno que se ha llevado en brazos a nuestra moza, nuestro dinero, envuelto en papel de arroz y mariposas de encaje.
Muchos creen equivocadamente que esta izquierda posmarxista o lo que sea desprecia el dinero y la etiqueta, pero sólo desprecia el dinero que no puede manejar, siempre ajeno, y la etiqueta sin un fin revolucionario. Iglesias va a ver al Rey con camisa de bolera o jerseicillo de jubilado, que parece que viene de arreglar los jardines, pero se va a los Goya con esmoquin y pajarita, aunque también un poco movidos o sobrepuestos o mal dibujados, como si se hubiera puesto sólo uno de esos pijamas que imitan un esmoquin. Pero ni siquiera hace falta ir a Palacio, donde la vestimenta debe hacer siempre como un velcro estético con los tapices y con esas sillas preñadas por el terciopelo. Iglesias también va al Congreso como para ir a un bar de tragaperras, y es por lo mismo.
Tanto el Rey como el Congreso representan la contrarrevolución. El mismo Gobierno en el que está infiltrado es contrarrevolucionario, y él no puede parecer que forma parte de algo contrarrevolucionario, así que lleva la revolución en sus vaqueros, en sus mangas arremangadas de fontanero o en su moño de estanquera de Vallecas. Sin embargo, en los Goya, o en una gala de los Bardem, Iglesias puede ir con guante de ópera o de Gilda, porque ahí hay rojerío, rojerío con escalafones, o sea desde el actor que todavía es camarero hasta llegar a Bardem o a Wyoming. Y los escalafones entre camaradas hay que mostrarlos y respetarlos.
Iglesias no está hecho para el traje, que le queda como si lo sacaran de la piscina con él
Con el dinero pasa lo mismo. No es que tengan reparos con el dinero en sí, con su metalidad, con sus posibilidades, con su ostentación, sino con su procedencia. En este sentido, su casoplón de Galapagar es paradigmático. El marquesado de Galapagar no es prueba de aburguesamiento, no es que se hayan vuelto capitalistas de jardín de laberinto o de fiesta de Playboy. Al contrario, Galapagar es una especie de templo izquierdista, una auténtica catedral que hasta en el nombre parece tener tortugas teseladas de Gaudí. Galapagar representa lo que puede hacerse con el dinero público y además nunca hubiera sido posible sin dinero público. Iglesias no puede volverse capitalista porque en el mundo que genera valor, talento, la plusvalía que decía Marx, él no tendría nada que hacer. Cómo no va a adorar lo público, que no es que le permita vivir, sino que hasta le pone un mar de sargazos bajo su silla de Emmanuelle para que pesque sirenas con el dedo gordo.
El dinero público, de eso se trata. El más fácil, el más lujurioso. Por él se puede ir de traje e incluso de hawaiana si hace falta. Con él te puedes hacer rico sin saber hacer nada y además subvencionar la ideología o el cuento de otros como tú. Cómo no va a prestarse Iglesias a salir en el telediario vestido de novio o de padrino. Pero el dinero público se saca de los particulares, o sea del dinero privado. Por eso se dice que el comunismo dura lo que dura el dinero de los otros. Iglesias lleva toda la vida esperando este momento, que no era tanto la cartera ministerial, vacía o sólo con una manzana, sino entrar en el manejo del dinero público, que no es que no sea de nadie, como decía Carmen Calvo, sino que por fin es un poco suyo y de los suyos, sin haberlo ganado.
El presupuesto contiene mucho gasto sin que hayan dicho una palabra sobre deuda ni sobre empleo. Eso sí, contempla una subida de impuestos a los más ricos que aporta más valor simbólico, como una miniatura de guillotina, que peso económico. La mayoría de los impuestos los pagan los trabajadores. No van a ser los ricos, sino los trabajadores, los que subvencionen las fantasías y los campamentos ideológicos de Iglesias, además de los de sus amigos indepes y demás socios purasangres. Esto ya lo sabe Iglesias, y por supuesto le da igual.
A Iglesias le queda mal el traje, como a los testigos de Jehová, que terminan pareciendo todos revisores de tren. Iglesias está todavía poco acostumbrado, claro. Si llega el día en que toda la riqueza sea revolucionaria, o mejor dicho, el día en que sólo algunos revolucionarios puedan ser ricos, seguro que termina sabiendo vestir el terno, el buen peluco, y hasta el frac y la raya al lado.
Iglesias no está hecho para el traje, que le queda como si lo sacaran de la piscina con él. Pero se lo puso, se puso traje para la ceremonia del dinero, como se pone traje un novio que nunca se lo ha puesto. El dinero público es esa señorita rosada de pueblo que se merece un traje y hasta un vals, aunque a Iglesias la cosa le quede como un camarero bailando un pasodoble. Los presupuestos son dineros nuestros que los políticos presentan como suyos con un ritual de cuerno de la abundancia, levantando y enseñando el tomito como un cáliz sagrado o como la novia de pueblo a la que luego le quitarán lascivamente los lazos y la inocencia de pastorcilla en la intimidad. Iglesias, con la corbata mal puesta o todavía tendida, con la chaqueta bocona con la percha de alambre dentro; Iglesias como un tronco de árbol con traje, en fin, era como el novio feo y montuno que se ha llevado en brazos a nuestra moza, nuestro dinero, envuelto en papel de arroz y mariposas de encaje.
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