La división de poderes concebida doctrinalmente por Montesquieu y consagrada en la modélica constitución de EEUU en 1787 ha devenido la piedra angular del Estado de Derecho que rige y distingue a los países que desde entonces se pueden considerar verdaderamente civilizados.

La alternativa paradigmática a este marco conceptual no es otra que la democracia totalitaria –la volonté générale de  Rousseau–  en la que el ganador de unas elecciones concentra en sí mismo no sólo el poder ejecutivo, sino también el legislativo y el judicial, que naturalmente utiliza para perpetuarse en el poder sin que haya lugar a alternativas reales de gobierno. Así una pluralidad se puede convertir en singularidad: réunir une multitude en un corps, según Rousseau.

Si en el pasado los regímenes totalitarios fascistas y comunistas, magistral y valientemente denunciados por Hayek en su Camino de servidumbre (1944), representaron fielmente este paradigma, logrado democráticamente en el caso alemán y violentamente en el caso de la URSS, el peligro del regreso a la servidumbre política toma forma populista en nuestro tiempo con dos frentes de referencia: Iberoamérica y Europa. Argentina y sobre todo Venezuela serían los referentes americanos, mientras que Hungría, Polonia y, posiblemente, España, los europeos.

En España el sistema político totalitario de Franco fue felizmente sustituido por otro plenamente democrático que con el paso del tiempo ha comenzado a aburrir a los partidos de izquierdas y nacionalistas, que hartos de alternarse políticamente en el caso del Estado o poder llegar a ello en Cataluña y el País Vasco, han decidido tirarse literalmente al monte de la democracia totalitaria, que ha venido siendo practicada con ahínco y cada vez más en ambos territorios.

Debido a nuestra  escasa tradición democrática, mucha –demasiada– gente vive engañada por estos tergiversadores de la democracia que desprecian  la libertad individual, la ley y los derechos de las minorías como ya hicieron –con desastrosos resultados– sus antecesores: los revolucionarios franceses. De hecho, son muchos los españoles que creen que la democracia proviene de la Revolución Francesa, lo que resulta cierto en su versión totalitaria; y quizás pocos, aunque mejor informados, los que saben que su origen es griego, que su primer asentamiento práctico contemporáneo se desarrolló en Inglaterra y que su pionera y gran formulación escrita fue la ya citada Constitución norteamericana.

Ante el drama político que se avecina, la sociedad civil debe alzar su voz para llamar la atención ciudadana advirtiendo del peligro, sin vuelta pacífica atrás, de una involución política totalitaria

España protagonizó un temprano modelo de Constitución en 1812, todo un ejemplo en Europa, que consagró la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y la división de poderes y con la que nació –según investigara Hayek– por primera vez la palabra liberal. En una democracia liberal la libertad y la ley son sagradas y “si una ley –según Hayek– concede al gobierno poder ilimitado para actuar a su gusto y capricho, todas sus acciones serán legales, pero no encajarán dentro del Estado de Derecho”.

Con estos antecedentes es evidente que si llega a consumarse la tropelía de sumar a la dependencia del gobierno el Consejo General del Poder Judicial, después del vergonzoso sometimiento de la Fiscalía General, España se asemejaría literalmente a Venezuela, Rusia, Turquía, , …etc, países todos ellos “democráticos” totalitarios, y ya sin esperanzas de regreso a una democracia liberal, en la que residen los países civilizados.

No hace falta ser especialista en la materia, basta saber leer, para entender la letra y el espíritu del artículo 122 de nuestra Constitución. En él queda claro que solo ocho entre los veinte miembros del Poder Judicial son elegidos por el parlamento, mitad Congreso y mitad Senado y explícitamente por tres quintos de los votos. Si el legislador hubiese querido extender el poder parlamentario lo habría hecho, cosa que evidentemente no sucedió, por lo que la Ley Orgánica socialista del Poder Judicial de 1985 ya llevó a un límite interpretativo ajeno al sentido común y al espíritu de las leyes de Montesquieu el sistema de elección del CGPJ.

Ahora el Gobierno socialcomunista quiere dar un paso más para inconstitucionalmente convertir los tres quintos en mayoría simple y así dar un golpe de estado a la justicia. El CGPJ junto con la Fiscalía del Estado -ya conquistada- quedarían sometidas al arbitrio del jefe de gobierno, de su partido y del parlamento cual césar contemporáneo.

La promesa de retirada del proyecto de ley que ha anunciado el presidente del Gobierno, por expresa presión de la UE, es tan creíble como cualquier otra suya y en todo caso no oculta su verdadera intención: la de un PSOE que se ha echado al monte del totalitarismo acompañado de comunistas y separatistas y golpistas.

En España, en ausencia de distritos electorales unipersonales –como en todos los países de referencia- en los que la personalidad de los candidatos juega un papel esencial y por tanto no están sometidos en el parlamento al dictamen del césar de cada partido, el poder legislativo se confunde con el gobierno, con lo que la separación entre ambos poderes del Estado no existe. Si a esta grave anomalía democrática se le une el sometimiento de la justicia al gobierno, la democracia liberal se vendría abajo y con ella la posibilidad de una convivencia política propia de un país civilizado.

Ante el drama político que se avecina, la sociedad civil no puede permanecer pasiva esperando a ver qué dan de sí los partidos políticos, debe alzar su voz para llamar la atención ciudadana advirtiendo del peligro, sin vuelta pacífica atrás,  de una involución política totalitaria. Su labor pedagógica alertando del precipicio al que peligrosamente nos acercamos es más necesaria que nunca.

La división de poderes concebida doctrinalmente por Montesquieu y consagrada en la modélica constitución de EEUU en 1787 ha devenido la piedra angular del Estado de Derecho que rige y distingue a los países que desde entonces se pueden considerar verdaderamente civilizados.

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