Ha llegado el caos rondando la noche de los muertos, el Halloween de los niñatos o la serena santa compaña de los mayores. No es que el virus nos haya vuelto majaretas ni zombis, sino que el caos llama al caos y Sánchez no ha hecho otra cosa que repartir caos. Sin necesidad de calabazas sonriendo a cuchilladas, ha ardido la noche de las ciudades como un gran telón prendido. Los gamberros han terminado desvistiendo maniquíes en la acera, como si violaran a un esquiador, o robando bicicletas como cuando eran el esqueleto sobre el que se huía de la pobreza, del melonar y del guardia. Iglesias culpa a la ultraderecha y Abascal culpa a menas, inmigrantes y punkis, pero el caos no necesita tanto esfuerzo partidista porque es una ley de la naturaleza. Simplemente, al caos se le ha permitido instalarse, como en un cajón de juguetes o de cuchillos, sin tener que hacer el Gobierno más que desentenderse.
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