Ha llegado el caos rondando la noche de los muertos, el Halloween de los niñatos o la serena santa compaña de los mayores. No es que el virus nos haya vuelto majaretas ni zombis, sino que el caos llama al caos y Sánchez no ha hecho otra cosa que repartir caos. Sin necesidad de calabazas sonriendo a cuchilladas, ha ardido la noche de las ciudades como un gran telón prendido. Los gamberros han terminado desvistiendo maniquíes en la acera, como si violaran a un esquiador, o robando bicicletas como cuando eran el esqueleto sobre el que se huía de la pobreza, del melonar y del guardia. Iglesias culpa a la ultraderecha y Abascal culpa a menas, inmigrantes y punkis, pero el caos no necesita tanto esfuerzo partidista porque es una ley de la naturaleza. Simplemente, al caos se le ha permitido instalarse, como en un cajón de juguetes o de cuchillos, sin tener que hacer el Gobierno más que desentenderse.
No es la primera vez que se asaltan las tiendas como carromatos de licores, que vuela el cóctel molotov ardiendo por su barba guerrillera, que la calle huele a plástico quemado como si se hubiera quemado la batidora que mezcla su ruido. El mismo Iglesias, que tiene siempre dentro de su puñito levantado un petardo o un montoncito de vidrio molido, ha animado muchas veces a la lucha callejera, la suya que es la del pueblo, o sea la más pura expresión de democracia, incluso es la única posible en este régimen agusanado, dominado por poderes siniestros salvo que ganen ellos, claro. Les pasa a la izquierda rompefarolas y a los indepes, y para qué vamos a hablar del País Vasco. Pero lo que ya trasciende las ideologías de la violencia, lo que nos demuestra que esto es ya puro caos, es que salgan a protestar los que se han quedado sin curro o sin negocio y se terminen asaltando esos mismos curros y negocios, por ahí por nuestras avenidas como trenes del Oeste, con señoritas desmayadas, caballeros esquemáticos y baúles de sombreros tras los cristales.
La confusión en las normas hace que, además, a la impresión de que no hay que obedecerlas se sume el no saber muy bien cómo hacerlo. Eso es el caos
Iglesias culpa a los de siempre y Abascal, igual. Además, lo hacen sin mirar. Los dos viven en mundos comunicantes que se prestan los enemigos y los bulos dados la vuelta. Los dos apelan a un pueblo puro, sea de clase o sea de tamboril, los dos usan falacias salpicantes y dedos señaladores que pretenden descubrir la gran verdad que no ven los ciegos o los comodones, los dos tienen como adversario al statu quo y a sus legiones de romanos, y los dos son iconos bastante menos potentes de lo que ellos se piensan. Me refiero a que Iglesias nos recuerda más a un maestrillo con novia sindicalista que a Maduro, y Abascal no parece tanto nuestro Trump como nuestro Borat. Lo que está ocurriendo, sin embargo, no cabe ya en la trinchera de ninguno de los dos.
Se han juntado negacionistas y punkarras, ladronzuelos y salvapatrias, gamberros y cayetanos, señoros y niñatos. Se diría que se han juntado hasta Iglesias y Abascal, o sus tropas de abducidos o de piernas. Uno trae la ideología del ladrillazo rojo como de la Plaza Roja y otro alienta santas protestas a la hora de las brujas, con lo que las brujas acaban llegando. Pero en realidad ellos no son el caos, solamente salen del caos, como los zombis en su hora propicia. Si ha llegado el caos es porque antes estuvieron la arbitrariedad y la confusión.
Aquí, en los confinamientos, en los horarios, en las mascarillas de quita y pon, en los test, en el mando único tan científico entonces como la cogobernanza voyeur ahora, en los cierres perimetrales, en el toque de queda copiado simplemente de Francia como un cursi de vinos; aquí, decía, no ha habido sino arbitrariedad y confusión. Y no hay norma que resista la arbitrariedad y la confusión. La arbitrariedad es lo contrario de la ley, así que un Gobierno que se comporta arbitrariamente termina haciendo creer que en realidad no hay ley. La confusión en las normas hace que, además, a la impresión de que no hay que obedecerlas se sume el no saber muy bien cómo hacerlo. Eso es el caos.
Iglesias y Abascal tienen la visión contraria, complementaria y falsa que necesita el sanchismo
El sanchismo no ha sido otra cosa desde el principio que la administración interesada del caos. La mayoría Frankenstein es caos administrado. Esta crisis sanitaria, económica y política es caos administrado. La polarización social es caos administrado. Ahora hemos visto precisamente cómo esa polarización social completaba su círculo y las manifestaciones españolazas terminaban con una espantada de quinquis en bicis robadas o con el cocodrilo de Lacoste abierto y tirado como una zapatilla rajada. Casualmente ha sido en Halloween, que no es una americanada sino una vieja tradición celta que habla de un día en que el mundo de los vivos y el de los muertos se entremezclan y se comunican. Iglesias y Abascal tienen la visión contraria, complementaria y falsa que necesita el sanchismo. Son los mundos comunicantes que convoca no la bruma de potaje calabacero de Halloween, sino la bruma draculina del presidente. Con ellos, a Sánchez le salen noches de cristales rotos y un caos inevitable, propicio y exculpatorio.
Ha llegado el caos rondando la noche de los muertos, el Halloween de los niñatos o la serena santa compaña de los mayores. No es que el virus nos haya vuelto majaretas ni zombis, sino que el caos llama al caos y Sánchez no ha hecho otra cosa que repartir caos. Sin necesidad de calabazas sonriendo a cuchilladas, ha ardido la noche de las ciudades como un gran telón prendido. Los gamberros han terminado desvistiendo maniquíes en la acera, como si violaran a un esquiador, o robando bicicletas como cuando eran el esqueleto sobre el que se huía de la pobreza, del melonar y del guardia. Iglesias culpa a la ultraderecha y Abascal culpa a menas, inmigrantes y punkis, pero el caos no necesita tanto esfuerzo partidista porque es una ley de la naturaleza. Simplemente, al caos se le ha permitido instalarse, como en un cajón de juguetes o de cuchillos, sin tener que hacer el Gobierno más que desentenderse.
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