Por supuesto, en la purga no iba a caer Iglesias, el gurú con cátedra cojonciana, falsa rueca obrera y dacha de burócrata con piscina de riñón. Ni su zarina de la prensa rosa, de los posados color canela, del Vanity Fair y del ministerio gineceo lleno de peinadoras y pelotas. Tenía que caer Teresa Rodríguez, que seguía siendo como la india que iba en las largas marchas a la base de Rota, donde todos parecíamos indios (yo iba para hacer el reportaje pero se me terminaban quedando, igual, el moreno de barro rojo, las briznas en el pelo y la camiseta como una casaca polvorienta arrebatada a un yanqui).
Teresa Rodríguez nunca fue asimilada por el sistema, y me refiero al sistema de la izquierda, que te suele acomodar de consejero de festival heavy o zurcidor de banderas republicanas, llenas de hilachos y enganchones como jarcias. Este sistema empieza sustentándose en la masa para terminar sopeando alrededor de liderazgos verticales, centralistas, carismáticos y teológicos, que es lo que es Podemos, con Iglesias ahí dirigiéndolo todo con su pinta de falso fraile de estampita con oración y milagro. Era el aparatismo de Iglesias o era el soviet andaluz, que resultaba demasiado hippie para el posmarxismo de la hegemonía y del significante vacío, de las marcianadas de Gramsci o de Laclau. Teresa Rodríguez no es de hacer teorías con la gente desde tarimas universitarias con ecos de colegiata, sino que dice que hay que escuchar a la gente y a las bases, pegados a ellas y a la tierra y al polvo, igual que los indios escuchan a los bisontes. O sea, que al final la han echado por ser demasiado roja para la ortodoxia, como a un cura rojo.
Podemos tenía en Andalucía, pues, un reducto incómodo e irredento de rojez tradicional, obrerista, independiente, regionalista y hasta cargante por lo puritana. Además, no tenía reparos en criticar la ortodoxia centralista, cesarista, posibilista y venal del pablismo entregado ya al PSOE, al poder y a uvas gordas y colgonas de triclinio o de capitel. Un reducto, en fin, que no podía durar. Quizá el error fue no cortar con estruendo, cisma y cristazo, que hubiera sido lo más sano. Pero a Teresa, según explicaba entonces, la bronca le parecía “patriarcal”. Fue una ingenuidad por su parte.
Teresa Rodríguez es seguramente una izquierda tan loca, tan pura, tan coherente, tan agreste, que se empeña en estar en el lado perdedor de la historia, como un indio de película
Teresa Rodríguez y Pablo Iglesias hicieron en febrero un minué o paripé de ruptura amistosa, con vídeo incluido, como si anunciaran su divorcio ante hijos de cuatro años. Teresa Rodríguez reconocía sus diferencias con el aparato y no se presentaría más a la reelección de la dirección andaluza de Podemos, pero parecía acordarse la independencia de sus diputados. Sin embargo, era un estar y no estar que no parecía ni lógico ni político, más teniendo en cuenta que controlar el grupo parlamentario también significa controlar el dinero que se le asigna. Iglesias lo ha zanjado haciendo que expulsen a Teresa Rodríguez y a los suyos del grupo parlamentario, a trasmano, aprovechando su ausencia por permiso de maternidad.
Si Teresa no quería usar modos patriarcales, ya sabemos que Iglesias no tiene ningún problema en hacerlo. Ni tampoco Irene Montero, ella que está en una especie de eterna gravidez reivindicativa y en un extraño feminismo que puede ir de la mujer vellocino a la mujer florero sin cambiar el gesto. “La política no para”, se justificaba Montero, como ya sabrán. En realidad, la ortodoxa es Teresa, que le replicaba con coherencia y candidez sobre el peligro de extender ese razonamiento, además de recordarle que no estaba en política por el dinero, que ella no había cambiado de barrio y que sí tenía un trabajo al que regresar. Era como contemplar esas verdades espirituales y panteístas del indio haciendo leves anillos de humo ante el cuchillo largo del yanqui.
Entre Teresa Rodríguez y este Podemos que ya se ha librado de las herejías y de la comuna hay la distancia que hay entre el barrio y Galapagar, entre el soviet y el politburó, entre el izquierdismo de apero y el izquierdismo cuántico, y entre el cura rojo y el Vaticano. Ella ya se fue de IU porque allí no escuchaban a las bases, sólo creaban liberados y bedeles. Se fue de Podemos por lo mismo, más su andalucismo aceituno y la negativa a hacerle la camita cada día al PSOE. “Podré ser una radical, pero no una tránsfuga”, declaraba a El Confidencial. Seguramente es una radical, y yo entiendo su sinceridad, pero no su ingenuidad, que en política, como en la vida, significa la muerte. Podemos e IU no podían dejarla mangonear el grupo parlamentario, ni su dinero, siendo ya el enemigo, la disidencia, en forma y sobre todo en fondo.
La política no para, se lo dijo Irene Montero y se lo demostró de una manera práctica y atroz: incluso entre mujeres puérperas, el feminismo también es un significante vacío. Significantes vacíos, eslóganes para bobos, un medio más para conseguir la hegemonía, para llegar al poder, como lo es tragar al PSOE o acumular ministerios retóricos y retumbantes, hechos de propaganda y vestidores. Como lo es descabezar al disidente. Teresa Rodríguez es seguramente una izquierda tan loca, tan pura, tan coherente, tan agreste, que se empeña en estar en el lado perdedor de la historia, como un indio de película. Por supuesto que tenía que caer en una purga, como en una carga de la caballería del cine de domingo, tan patriarcal, tan imperialista, tan previsible, tan inevitable.
Por supuesto, en la purga no iba a caer Iglesias, el gurú con cátedra cojonciana, falsa rueca obrera y dacha de burócrata con piscina de riñón. Ni su zarina de la prensa rosa, de los posados color canela, del Vanity Fair y del ministerio gineceo lleno de peinadoras y pelotas. Tenía que caer Teresa Rodríguez, que seguía siendo como la india que iba en las largas marchas a la base de Rota, donde todos parecíamos indios (yo iba para hacer el reportaje pero se me terminaban quedando, igual, el moreno de barro rojo, las briznas en el pelo y la camiseta como una casaca polvorienta arrebatada a un yanqui).
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