El dato más relevante de las elecciones en Estados Unidos es que tras cuatro años de histrionismo circense e incompetencia supina en la gestión, entre otras cosas de la peor crisis sanitaria de último siglo, Donald Trump ha mejorado su resultado en el voto popular tanto en términos relativos como absolutos. La famosa ola azul que debía barrer al peor presidente de los Estados Unidos desde que Andrew Johnson desmantelara el trabajo de Abraham Lincoln ha resultado tan evanescente ahora como en las elecciones de mitad de legislatura de 2018.
El demócrata Joe Biden se va a alzar con una victoria tan pírrica que, lejos de iniciar una nueva era de "reconciliación nacional" (sus palabras), le va a llevar a una situación tan empantanada en la división política y el sectarismo partidista como la Presidencia del propio Trump y de sus predecesores desde el impeachment de Bill Clinton en 1998-1999.
Posiblemente aún peor: Trump ha gobernado con una confortable mayoría en el Senado que los estadounidenses parecen haberle negado a Biden, lo que aboca al gobierno federal a como mínimo dos años (hasta las próximas midterms) de parálisis en la gestión y persistente tensión en lo político.
El fenómeno no solo afecta a la realidad política estadounidense, sino que impacta, de forma directa e inmediata, en el ecosistema político de Europa, en general, y de España, en concreto. Basta comparar la retórica de Trump con el discurso de Santiago Abascal en la moción de censura de hace unas semanas y ambos con el tono de Nigel Farage al frente del Brexit Party (ahora Partido Anticonfinamiento) o con la intervención de Marion Maréchal-Le Pen en el congreso anual del Comité de Acción Política Conservadora celebrado en Washington DC en 2018.
Joe Biden se va a alzar con una victoria tan pírrica que, lejos de iniciar una nueva era de ‘reconciliación nacional’, le va a llevar a una situación empantanada en la división política
También es útil valorar los lazos organizativos internacionales que unen a la derecha radical nacional-populista, como el desembarco de ésta última en Madrid vía el ISSEP (Instituto Superior de Sociología, Economía y Política), la aparición estelar de Farage en los actos e campaña de Trump o las actividades de, por ejemplo, la organización The Movement, sita en Bruselas y apadrinada por el Svengali de la primera campaña de Trump Steve Bannon.
Es evidente que los modelos ideológicos y los movimientos sociales y políticos que dominan la vida pública de las democracias occidentales – también el populismo de izquierda radical identitaria – solo pueden entenderse desde una perspectiva transnacional y transatlántica.
Visto así, importa en Cáceres y Tarragona tanto como en Delaware o Iowa observar que, para valorar qué pasó con Trump y qué va a pasar ahora, uno debe distinguir entre las iniciativas de gestión pública y la dimensión política con la que aquellas se legitiman. Desde la perspectiva de la gestión pública, tal y como observamos en estas páginas entonces, el ‘trumpismo’ se acabó tan pronto como el neoyorquino tomo posesión.
Los éxitos putativos del presidente lo han sido en realidad del líder de los Republicanos en el Senado, Mitch MacConnell, en estrecha colaboración con el sector del movimiento conservador menos remilgado y más proclive a usar a Trump: destacan notablemente el nombramiento de tres jueces del Tribunal Supremo y 194 en tribunales inferiores; la aprobación de la reforma (reducción) impositiva de 2017, los limitadísimos cambios sustantivos en la renegociación del tratado de libre comercio con Canadá y México o el traslado, con efectos básicamente simbólicos, de la embajada estadounidense a Jerusalén. Trump solo ha aportado su firma y bastante ruido sobre iniciativas sobre las que previamente jamás expresó el menor interés o conocimiento.
En la misma línea, los sucesivos fracasos del presidente también se corresponden con los silencios, la inacción o las indefiniciones del republicanismo establecido.
Bastan dos ejemplos notables porque fueron centrales a la campaña de Trump en 2016: los intentos de prohibir la inmigración de musulmanes en Estados Unidos, un elemento totémico en la narrativa nacionalpopulista en ambas orillas del Atlántico, fueron sumaria y repetidamente desarbolados en los tribunales, ante el atronador (y uno sospecha que anonadado) silencio de MacConnell y los suyos, hasta que las luminarias de la Casa Blanca terminaron por acatar las normas constitucionales; Obamacare ni se ha derogado ni ha sido sustituido porque se construyó sobre una propuesta de la impecablemente conservadora Fundación Heritage y los republicanos han sido incapaces de ofrecer una alternativa viable al que es básicamente su propio programa.
Y luego está, claro, el muro que iba a pagar México: como los republicanos se han negado en redondo a tirar el dinero del contribuyente por ese retrete puramente retórico, la frontera sur de Estados Unidos sigue más o menos como estaba – a saber, protegida por el muro que ya construyeron entre Clinton, Bush y Obama.
Si en términos de gestión pública la de Trump ha sido una presidencia moderadamente exitosa y perfectamente continuista; en términos políticos el efecto ha sido también continunista y, esto es lo mollar del asunto, perfectamente catastrófica.
Trump ocupa ya su lugar en los libros de historia como un punto de inflexión en la alarmante erosión de los hábitos, costumbres y consensos liberales que sostienen la vida democrática de los Estados Unidos y que va a culminar con su más que previsible negativa a reconocer la victoria de Biden.
Trump ocupa ya su lugar en los libros de historia como un punto de inflexión en la alarmante erosión de los hábitos, costumbres y consensos liberales
Pero el fenómeno no es una creación de Trump. MacConnell, por ejemplo, se anticipó al neoyorquino cuando se saltó el procedimiento establecido para bloquear, por ejemplo, la nominación de Obama para un juez del Tribunal Supremo e incluso él se limitó a seguir en la senda marcada por su predecesor en el senado, el demócrata Harry Reid, para forzar el nombramiento de jueces federales afines. Y en la misma línea, el uso abusivo de las órdenes ejecutivas que Trump ha intentado tienen un claro precedente en los excesos más que evidentes de Obama y Bush.
Fuera de las instituciones, por otro lado, la retórica antisistema del trumpismo no contiene ni un solo elemento que no estuviera presente en la creada por el sector más radicalizado del movimiento conservador en época de Nixon. El trumpismo, como forma de populismo de la derecha radical, en realidad antecede a Trump en al menos medio siglo – o tres décadas si uno decide incluir el peso específico de la televisión por cable en el seno del conservadurismo norteamericano perpetrada por Roger Ailes y Fox News.
Si el trumpismo es continuación de una tradición con bastante solera en la derecha radical también se retroalimenta con su equivalente en el seno de la izquierda. A fecha de hoy los principales beneficiarios del sectarismo radical en versión trumpista están situados en la variante de sectarismo igualmente radical instalado en el ala más intransigente del partido demócrata.
Líderes como Alexandra Ocasio-Cortez o Ilhan Omar se las han arreglado para lograr la reelección en estas elecciones y exhiben un fanatismo excluyente, iletrado y perfectamente antitético con los usos liberales que sostienen a la Gran República, tan peligrosos para la supervivencia de ésta como Trump – o como Pablo Echenique y Rocío Monasterio para el orden democrático en España.
Y es que si Trump erige sus victorias sobre la movilización identitaria de una estrecha base – blanca, poco educada y frustrada – relativamente alejada del perfil medio de la población americana; Ocasio-Cortez y Omar desarrollan una estrategia identitaria idéntica sobre una base igualmente estrecha – pero en distritos con notable influencia del voto hispano y somalí respectivamente, poco educado, frustrado y aún más alejado del perfil medio de la población estadounidense que su equivalente trumpista.
Y como Trump, Ocasio-Cortez y Omar también recogen una tradición ideológica bastante antigua y con sus propias y bien conocidas sucursales en España: la nueva izquierda de hace más de medio siglo en la que se inserta Podemos y buena parte del PSOE.
La era Trump empezó con Nixon y amenaza con liquidar las democracias occidentales
La era Trump empezó con Nixon y amenaza con liquidar las democracias occidentales. Ante semejante panorama, lo dramático es que el futuro del sistema político basado en el imperio de la ley y la igualdad de todos los ciudadanos irrespectivamente de su ideología, religión, orientación sexual o nivel de agravio, descansa sobre Biden.
O lo que es lo mismo, sobre un septuagenario cuyos puntos fuertes en las elecciones han sido quedarse en casa, decir lo menos posible y presentarse como un moderado. Cuando lo que necesita Occidente no son moderados. Son radicales, pero dispuestos a sostener los valores, principios y formas de la democracia liberal. En Estados Unidos brillan por su ausencia. Y en España también. Y tanto allí como aquí continuaremos en manos de oportunistas y fanáticos.
David Sarias es director del Master en Comunicación Social de la Universidad San Pablo CEU.
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