A Sánchez le está saliendo ahora una oposición de cadera de grifería, como una vieja bicicleta de Bahamontes, y otra de santoral provincial. O sea, glorias ferruginosas como Alfonso Guerra y glorias pastorales como algún barón regional que remite más al cura que al político. Yo sólo me creo a los primeros, que ya no tienen que pelear por ningún sillón porque ellos van como en ese palanquín de la edad o de la reputación, entre cama del Seguro, cátedra emérita y silla de barbero. Alfonso Guerra y otros “históricos” de cuadro de Santa Cena del socialismo (los políticos que ya están en la historia sólo vuelven como Evangelio) han promovido un manifiesto contra esa Ley Celaá que pretende que el español sea poco más que una jerga de quinquis en la escuela catalana. Parece que sólo desde una caballerosidad, una mala uva y un aburrimiento antiguos se atreven contra las niñatadas de Sánchez.
Sánchez ya ha superado la idea de país, de ley y de ideología. Ha superado hasta el código pirata
Alfonso Guerra ya fue el Maquiavelo del PSOE mientras Felipe hacía de guapo de feria, mucho antes de que los dos papeles los acabara acaparando Pedro Sánchez. De hecho, Sánchez ha superado a Guerra con su última propuesta de reforma del Poder Judicial. Guerra seguro que entiende que Sánchez quiera hacerse con el Poder Judicial, porque él lo hizo antes, pero no entiende que se menoscabe la nación. El oficio mefistofélico que tenía Guerra en la política sigue existiendo, y Sánchez es la prueba, pero por lo que no pasan los antiguos es por que se haga política sin ideales y por que no quede ningún cimiento donde poner los pies. Por eso a veces se juntan viejas glorias de la izquierda y la derecha, todavía con sus pistolones de mecha, porque al menos pueden coincidir caballerosamente en que hay un país, una ciudadanía, una Constitución y una política. Sánchez ya ha superado la idea de país, de ley y de ideología. Ha superado hasta el código pirata. A Sánchez sólo se le puede explicar ya desde la biología y la psicología.
La Ley Celaá no sólo implica convertir el español en Cataluña en una especie de alemán para mecánicos, para que lo estudien batallones de curritos, cuando el español fue el francés de la burguesía catalana (al Ensanche lo llamaban Cuenca porque lo fino era hablar castellano). Esta ley, que consagra una discriminación inconstitucional (se verá, aunque sea tarde), nos deja otra vez sin cimiento donde poner los pies, sin Constitución, sin ley, sin igualdad, sin ciudadanía. Sánchez es la pura arbitrariedad, y la arbitrariedad, más que la injusticia, es lo contrario de la ley. Sin ley y sin moral, cosa que ha demostrado pactando con Bildu, no queda ya nada salvo Sánchez mismo, Sánchez autocontenido, autorreferente y autorreverente.
A Sánchez se le revelan los históricos o las cariátides, Alfonso Guerra o Cándido Méndez que vienen como en carro egipcio con este manifiesto de papiro, o Nicolás Redondo Terreros, que tras el pacto con Bildu ha pedido a los militantes del PSOE que “ya que no pueden salvar la dignidad colectiva del partido, salven la suya”. Son la única oposición que me creo, la de estos señores con la pata de palo que quizá conservan de la política sólo lo bueno porque, aun con sus vanidades, ya han pasado la edad de la mayoría de los vicios y las ambiciones. Lo demás que pueda parecer oposición a Sánchez es en realidad propaganda sanchista adaptada a las provincias, como se adaptan los embutidos y las promesas.
Vara o García Page saben que su parroquia aprecia el discurso, pero ellos no van a moverse contra Sánchez como el cura no va a moverse contra el papa
Vara o García Page, con ese aire de dueño de fábrica de obleas que tienen, se ponen muy serios y diocesanos, escandalizándose pública y ceremoniosamente, pero en realidad están dejando que el propio pecado les ahueque la santidad, como los susurros escandalizados de las beatas ahuecan el sermón del párroco. Quiero decir que saben que su parroquia aprecia el discurso, pero ellos no van a moverse contra Sánchez como el cura no va a moverse contra el papa. Vara o García Page son necesarios para que parezca que hay un PSOE al que se puede votar sin gustarte Sánchez, mientras en realidad no hay nadie en el partido que se atreva a chistarle más de lo que se pueda controlar, más de lo que interese. Yo sólo me fijo en Susana: si la rebelión no la dirige ella, es que no existe. Si ella está tragándose sus maldiciones gitanas como quien traga alfileres, es que todos están tragando.
A Sánchez le está saliendo una oposición de otro siglo o de otro mundo, de cuando los mecheros tenían mecha y el socialismo tenía ideología. Y no puede haber otra oposición. A cualquier barón lo puede hacer Sánchez ministro de turismo y borrarlo. El PSOE está desarmado de estructuras orgánicas de control, ya se encargó él de eso. Pero, sobre todo, los socialistas de carné y cola de meritorios no están pendientes de Bildu, ni del español en Cataluña, ni de la honra de bordadora de Montesquieu, sino del gran presupuesto casi báquico que va a repartir Sánchez.
¿Y el votante socialista? El votante socialista simplemente no quiere ser facha ni subversivo, lleva toda la vida esforzándose por distinguirse del facha y del izquierdista friki con el Che como si fuera Chewbacca. El votante socialista quiere ser normal. Ser bohemio si es bohemio y burgués si es burgués y currante si es currante, pero normal. Algo así como un actor normal o un escritor normal. Sánchez se lo asegura durante mucho tiempo, así que el votante se mira en el espejo y se gusta, más o menos como siempre, diga lo que diga Guerra.
A Sánchez le está saliendo ahora una oposición de cadera de grifería, como una vieja bicicleta de Bahamontes, y otra de santoral provincial. O sea, glorias ferruginosas como Alfonso Guerra y glorias pastorales como algún barón regional que remite más al cura que al político. Yo sólo me creo a los primeros, que ya no tienen que pelear por ningún sillón porque ellos van como en ese palanquín de la edad o de la reputación, entre cama del Seguro, cátedra emérita y silla de barbero. Alfonso Guerra y otros “históricos” de cuadro de Santa Cena del socialismo (los políticos que ya están en la historia sólo vuelven como Evangelio) han promovido un manifiesto contra esa Ley Celaá que pretende que el español sea poco más que una jerga de quinquis en la escuela catalana. Parece que sólo desde una caballerosidad, una mala uva y un aburrimiento antiguos se atreven contra las niñatadas de Sánchez.
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