A Fernando Simón le pueden pedir la dimisión los médicos colegiados en ceremonia circular, como los de Rembrandt o los que operan en quirófanos con mirador igual que si torearan. Le pueden pedir la dimisión las enfermeras que aún no han superado a Benny Hill y no soportan los chistes verdes ni los disfraces sexis (“yo pago mis impuestos / y tú eres mi enfermera de noche”, cantaba La Mode). Le puede pedir la dimisión hasta Ramoncín, que acabó intelectualizando su pollo frito como una magdalena de Proust. Y todo será para nada. No por Simón, que ya ha dicho que “ni quiero ni no quiero”. Es el Gobierno el que no le va a dejar. Simón es su fantasía con bata, su enfermera de Benny Hill, su estríper con pezón frío de estetoscopio y mercurocromo, su despedida de soltero con fusta de acetato. Nosotros pagamos nuestros impuestos y el Gobierno tiene su enfermera de noche.
Simón tiene que justificar números y hechos injustificables y siempre va echarles antes la culpa a los médicos descuidados o guarrillos que al Gobierno que lo ha puesto a él a bailar en la barra americana
“Yo pago mis impuestos / y tú tienes lo que yo necesito”, sigue la canción. Simón se hace el modesto, el despistado, el cándido, deshilachando sus jerseicillos o sus mocos, enredando un dedo en un rizo o en la nariz con un erotismo de peluquerita, pero es su manera de seducir de mosquita muerta, de quitarse el guante de látex de Gilda, de hacer su striptease de científico o marciano con armadura, como aquél de Historias de la frivolidad o el de Jane Fonda en Barbarella. Fernando Simón es un bomboncito político, un toy boy, un chico pin-up, un Míster Marzo, una Jessica Rabbit del estado de alarma, una mamachicho del coronavirus. Decían que era el modelo de la nueva masculinidad, una masculinidad como del hombre resfriado, pero yo creo que es una fantasía antigua, la del babilonio que marea, la del esclavo sexual que es político en este caso. Quiero decir que, para el Gobierno, Simón es la fantasía insuperable del funcionario que parece que sólo está aplicando reglamentos y códigos cuando está cumpliendo placenteramente órdenes políticas, y además gusta a la gente, como una bibliotecaria ingenua.
Simón hace política gubernamental con la ciencia como se hace erotismo con una simple cofia o un gran lazo en el trasero, entre mohines, ambigüedades y mucha mentira piadosa o interesada. Simón es una fantasía porque pocos expertos, o digamos mejor técnicos, se prestarían a esta tarea desagradable y servil de tapar muertos bajo sumas mal hechas y de convertir la lucha científica contra una enfermedad en una profesión lubricadora y justificadora del pasado y del Gobierno. Los expertos de verdad, como pasó en Madrid, se alejan pronto de estos carguitos que vienen con babosos, con mirones y con pulpos. Simón no. Simón aún les baila sinuosas coreografías en el atril, mordiéndose las gafas y haciendo ovillos con las pestañas. Además, por alguna razón freudiana o sociológica, Simón cae bien, da ternura como los hombres en calzoncillos o los cachorros mojados. Cómo va a dimitir Simón, o cómo van a dimitirlo.
La petición de dimisión de las enfermeras sólo tiene un diagnóstico: falta de sentido del humor, esa otra plaga. Pero la de los colegios de médicos es para que Simón se ponga colorado, y no como una pastorcita cándida. Los médicos le vienen a decir, con un veredicto que es como el que nos dan con los análisis del colesterol, que Simón no tiene ni idea. Ni idea de cómo combatir una epidemia ni de cómo funciona el trabajo de los sanitarios. No es que Simón, metido en su papel, confunda a médicos y enfermeras con bailarines de Aplauso con bata verde y muslos al aire. Es que Simón tiene que justificar números y hechos injustificables y siempre va echarles antes la culpa a los médicos descuidados o guarrillos que al Gobierno que lo ha puesto a él a bailar en la barra americana con marabúes y serpientes.
Cualquiera hubiera dimitido, cualquier científico serio, cualquier experto que se precie, cualquier médico con dignidad, simplemente al ver cómo le enseñaban el disfraz de doncella francesa del Gobierno, y todavía más viendo luego su fracaso. Simón lo ha aceptado todo. Ha aceptado salir con maracas en las ruedas de prensa mientras los muertos tenían que guardarse ya como gambas. Ha aceptado que no haya comité de expertos, o sea ha aceptado dirigir él, junto con los chicos de la máquina de café, toda la estrategia científica contra el virus (eso, aceptar el papel, es su mayor irresponsabilidad y vanidad). Ha aceptado servir de coartada, ir poniéndole esa neblina de hielo seco, esa neblina de falsa ciencia de Torrebruno, a cada excusa del Gobierno. Ha tragado con todo eso aun viendo cómo iba convirtiéndose en catástrofe, y todavía se pone juguetón. “Yo ni quiero ni no quiero”, dice sobre su dimisión, y mueve su pelo de corcho o se descalza un pie de Nouvelle Vague, como si fuera la rodilla de Claire, provocador y ambiguo. Simón sigue viendo la pandemia desde detrás de siete velos de danza de siete velos, que es lo que le gusta al marajá. Y nunca le ha molestado. Él no debería estar ahí, como no debería estar nadie, quiero decir sin comité de expertos independientes ni protocolos serios. Nadie aceptaría eso. Nadie, al menos, que no venga ya disfrazado de enfermera de noche, deshaciéndose los lazos para el numerito que tiene asumido. Simón, insumergible como la mascota de gomaespuma que es, claro que no va a dimitir. No es ningún genio modesto ni ningún héroe tímido. Para ser toy boy del Gobierno en mitad de esta calamidad hay que servir y hay que ser profesional. Simón, simplemente, lo es.
A Fernando Simón le pueden pedir la dimisión los médicos colegiados en ceremonia circular, como los de Rembrandt o los que operan en quirófanos con mirador igual que si torearan. Le pueden pedir la dimisión las enfermeras que aún no han superado a Benny Hill y no soportan los chistes verdes ni los disfraces sexis (“yo pago mis impuestos / y tú eres mi enfermera de noche”, cantaba La Mode). Le puede pedir la dimisión hasta Ramoncín, que acabó intelectualizando su pollo frito como una magdalena de Proust. Y todo será para nada. No por Simón, que ya ha dicho que “ni quiero ni no quiero”. Es el Gobierno el que no le va a dejar. Simón es su fantasía con bata, su enfermera de Benny Hill, su estríper con pezón frío de estetoscopio y mercurocromo, su despedida de soltero con fusta de acetato. Nosotros pagamos nuestros impuestos y el Gobierno tiene su enfermera de noche.
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