Todas las leyes de Educación que se han aprobado en estos años de democracia han tenido una vida controvertida y breve. Ocho leyes en 40 años son la prueba de que el sistema educativo español es un fracaso rotundo que, además, cada vez va peor.
La última ley, que tiene un nombre imposible y que se va a quedar para siempre con la denominación de “Ley Celaá”, ha sido elaborada sin contar con la comunidad educativa, incluidos los sindicatos del sector de la Enseñanza, y con unas prisas que no tienen justificación más que si pensamos, como realmente sospechamos, que ésta es una más de las ofrendas que el Gobierno pone a los pies de los independentistas para conseguir por fin que le den el Sí a los Presupuestos.
No otra explicación tiene el que la ministra de Educación haya aceptado, no sólo borrar de la ley la afirmación de que el castellano es la lengua oficial del Estado, sino retirarle la condición de lengua vehicular en la enseñanza. Una exigencia ésta que procede de Esquerra Republicana para tener abierto y definitivamente despejado el campo de su dominio efectivo en el sector de la educación en Cataluña.
No existe ningún país en el mundo, ni democrático ni totalitario, en el que la lengua oficial no sea en la que se desarrollan los programas educativos
No existe ningún país en el mundo, ni democrático ni totalitario, en el que la lengua oficial no sea en la que se desarrollan los programas educativos, eso sin perjuicio de que se respeten y se fomente el uso de otras lenguas propias de determinados territorios. No existe una situación así... más que en España.
La cesión de la señora Celaá en este punto es exclusivamente política, no tiene ningún otro componente, y supone una inaceptable retirada del Gobierno en su obligación de defender la enseñanza en castellano en todo el territorio nacional. Ya sabemos que los secesionistas catalanes tienen como objetivo, o como sueño, la separación de Cataluña respecto de España, pero a eso precisamente es a lo que el Gobierno está obligado a enfrentarse con toda la inmensa potencia que le da el Estado.
Y, sin embargo, la señora Celaá recula en este punto, que no es simbólico como muchos argumentan a propósito del articulado en relación con el castellano en la enseñanza porque, con esta redacción, los heroicos padres que pretendan en Cataluña que sus hijos sean educados en la lengua que hablan más de 500 millones de personas en el mundo, tendrán prácticamente cegado el recurso a los tribunales para que les sea reconocido ese derecho elemental. La Ley Celaá certifica la rendición del Estado ante el secesionismo catalán y sólo por eso es digna de ser rechazada.
Todo va a quedar en manos de las administraciones autonómicas, y ya sabemos lo que eso quiere decir cuando hablamos de la Generalitat de Cataluña.
Del mismo modo se retira el Estado a la hora de garantizar la existencia de un cuerpo de inspectores educativos cuya capacidad profesional venga avalada por una prueba objetiva como es una oposición. Eso desaparece también en esta ley, y desaparece para contentar a los independentistas que necesitan consolidar legalmente una potestad que ya vienen ejerciendo de hecho desde hace décadas porque desde tiempo inmemorial no se convocan oposiciones a la inspección, de modo que la selección se viene haciendo por criterios subjetivos, fundamentalmente de proximidad ideológica con las posiciones de los dirigentes de la Administración catalana. A partir de ahora, esa anomalía queda fijada para siempre porque la selección de inspectores se hará en base a la “valoración de capacidades” de los aspirantes, un concepto tan abierto como se desee o como convenga.
Pero además de eso, con ser muy grave, esta es una ley ideológica que pretende que la realidad se ajuste de grado o por fuerza al esquema teórico que determinados responsables políticos están decididos a imponer a la sociedad española. Es el caso de la enseñanza concertada, uno de los grandes aciertos de la política llevada a cabo durante los primeros gobiernos de Felipe González.
Al señor Iglesias y a la señora Celaá no les gusta la enseñanza concertada, aunque no están en condiciones de acabar con ella de inmediato. Pero van a sitiarla, a ver si se va asfixiando poco a poco hasta que resulte inviable su existencia y muera por inanición. Y esto será así porque la ley elimina la “demanda social” como argumento para ampliar la capacidad de los colegios concertados.
Todo queda así en manos de las administraciones autonómicas, y ya sabemos lo que eso quiere decir cuando hablamos de la Generalitat de Cataluña
Ahora esa capacidad desaparece porque pasa a manos del poder político, que decide a dónde van y a dónde no van a ir los recursos públicos. Y donde no van a ir es a la ampliación de plazas en la enseñanza concertada hasta el punto de que se insta a los ayuntamientos a ofrecer suelo público para crear nuevas escuelas públicas, pero no para nuevos colegios de enseñanza concertada, cuyo destino buscado es la desaparición. No ahora mismo porque la red pública no está en condiciones de asumir una avalancha de alumnos de la concertada, pero sí con el tiempo. Ésa es la voluntad de la ley.
En el articulado de esta ley no aparece el verbo “elegir”, que es exactamente el que garantiza a las familias con recursos económicos limitados ejercer el derecho y la libertad de llevar a sus hijos a la escuela que tenga un ideario, religioso o laico, eso da igual, que les parezca más próximo a su manera de entender el mundo y la vida.
No, lo que la ley dice es que el Estado garantiza que todo niño que viva en España tendrá una plaza en una escuela pública. El Estado proveerá una oferta suficiente de plazas en la enseñanza pública y financiará su ampliación si es necesario, lo cual es muy defendible.
Pero no a costa de negar, o más bien de ir dificultando progresivamente, la opción de las familias que no pueden pagar un colegio privado a elegir dónde desean que sus hijos se formen gracias a la aportación financiera del Estado a esos colegios concertados que rebaja considerablemente la factura de cada mes.
Lo mismo se puede decir del propósito de acabar con la llamada educación especial, destinada a los niños con algún tipo de discapacidad. El Gobierno se aferra a que la ONU dice que estos niños deben incorporarse a la enseñanza ordinaria. Pues bien, la ONU se equivoca en eso como en otras muchas cuestiones, por otra parte.
Todo padre, todo profesor, todo profesional que se haya acercado a este sector de la educación especial sabe que a muchos niños con discapacidad que empezaron yendo a colegios de enseñanza ordinaria la experiencia no les fue positiva. Y eso por un motivo evidente: porque notan, sienten y saben, que no son como los demás, que sus logros quedan a años luz de los logros de sus compañeros. La consecuencia es que se sienten disminuidos comparativamente. Y sufren. Y pierden su autoestima.
Eso no les sucede en los colegios de educación especial. Primero, porque asisten a sus clases con otros niños como ellos. Son iguales, no hay diferencias, no son menos que los demás. Y, segundo, porque en esos colegios trabajan y ponen sus conocimientos y su experiencia profesional acreditada durante años un ejército de especialistas en todas las múltiples disciplinas que esos niños discapacitados necesitan para ser tratados adecuadamente. Todo eso no lo puede ofrecer un colegio de enseñanza ordinaria por mucho esfuerzo y mucho entusiasmo que le pongan los responsables de atender esos casos específicos. Es imposible y los niños con necesidades especiales acabarán siendo las víctimas de la miopía de una ley voluntariamente desconectada de esa realidad.
Por lo tanto, el imponer, como impone la ley, un plazo de 10 años para que los centros ordinarios dispongan de los recursos para atender alumnado con discapacidad, es una equivocación de grueso calibre. Otra cosa es el compromiso de la ley para que las administraciones presten apoyo a los centros de Educación Especial para alumnos que requieren atención “muy” especializada. Es decir, los grandes dependientes. Eso es lo conveniente. Lo otro no.
Imponer, como impone la ley, un plazo de 10 años para que los centros ordinarios dispongan de los recursos para atender alumnado con discapacidad, es una equivocación de grueso calibre
Y no digamos ya la disposición por la que va a ser posible que durante la ESO se pueda pasar de curso “sin límite de de materias pendientes”. Es decir, habiendo suspendidos varias asignaturas. "Sin límite". Lo que busca la ministra Celaá no es conseguir que los alumnos se ejerciten en el esfuerzo y en la superación, sino que haya cuantos más estudiantes con un título, mejor. Parece que no importa el que no hayan aprovechado sus años de estudio. Isabel Celaá quiere títulos más que conocimientos. Grave equivocación que tendrá gravísimas consecuencias para el futuro de esos alumnos y de la sociedad en su conjunto.
Esta ley nace con muy pocos apoyos, no en número de partidos pero sí en número de votos y en la hondura de las discrepancias que provoca su unilateralidad. Durará, por lo tanto, lo que dure el señor Sánchez en la presidencia del Gobierno, y ni un día más. El problema para quienes se oponen a ella es que la división en el sector político de la derecha hace muy improbable que se produzca el cambio y el poder pase a otras manos en un tiempo razonable. Así que pudiera ser que no estemos hablando de una legislatura, sino de dos, o quizá de tres lo que dure la vigencia de esta octava Ley de Educación que no gusta a casi nadie.
Mientras tanto, las comunidades gobernadas por partidos contrarios a esta ley y al modo precipitado y nulamente negociado con que ha salido adelante, se van a atrincherar en sus amplísimas competencias en materia educativa para procurar que la ley recién aprobada se aplique en sus respectivos territorios en su alcance más limitado. Es decir, que habrá 17 sistemas de enseñanza en nuestro país. Como para salir corriendo.
Todas las leyes de Educación que se han aprobado en estos años de democracia han tenido una vida controvertida y breve. Ocho leyes en 40 años son la prueba de que el sistema educativo español es un fracaso rotundo que, además, cada vez va peor.
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