Quién iba a decirnos que veríamos a los catalanes pedir que los madrileños les paguen su PER, o sea ese estar todo el día en la peña indepe, con esa estelada como bética y con la mitología y el tatuaje de los presos como si fueran Camarón. Parafraseando a Duran i Lleida: mientras en Madrid la gente está currando a pesar del bicho y las empresas siguen levantando cíclopes por la Castellana, en Cataluña se van las sociedades y está el personal con el pie en la pared y el ojo negro de golletes, vigilando cómo hablan los tenderos o los niños que se comen el bollicao en un castellano infantil, antiguo y odioso, como de Naranjito.
Pujol hablaba del andaluz como un “hombre destruido” y Duran i Lleida nos colocaba todo el día en el bar del PER, como si el PER fuera el nombre del bar, de un tal Perico quizá. Ahora, con toda la ironía de la historia, se podría decir que allí sí que se cobra sin producir, sólo por cantar por las tascas un mal flamenco que habla de que Cervantes era catalán o de que la Generalitat la fundó Eneas. O por pasar los días al sol y sombra de la manifa o del comité por la inmersión o por el tsunami o por la República o por los exiliados, esos exiliados con cara de triste y de pan a navaja, como andaluces en la vendimia francesa.
Madrid, que sólo debía ser una gran tijera tacañona de esa derecha de estampita, costurerito y mucamita, no deja de dar sopapos y lecciones
El catalanismo o independentismo como oficio de liberado o de cura o de cojo de iglesia o de manco de la armada no podía llevar a otra cosa que a la decadencia. El procés ha acelerado esta decadencia, y el bicho no digamos. A pesar de que la paguita o el oficio de ser indepe no se puede comparar a ese subsidio de cuando no hay ni faena ni pan para la navaja, o precisamente porque no se puede comparar, diría que el andaluz tan harto de desprecios y caricaturas parece responderles con un tapabocas irónico. También el andaluz de Madrid, donde estamos tantos andaluces sin que nos llamen ni charnegos ni nada, y sin que nos quieran convertir besando crucifijos babosos y aperlados de dama pujolista.
En la decadencia y en el sarcasmo, el catalanismo acusa ahora a Madrid, a la que ve soberbia, rica en la modestia y un pelín beata, como una señora de hostal, de racanear el dinero que a ellos les vendría tan bien para plástico amarillo y para coreógrafos de manifas y soponcios. Madrid, guapa, chulita, próspera, mestiza, hasta tiene una reina de picas o una maja amadrastrada que les pone de los nervios, o sea Ayuso, a la que van a terminar aupando de dama de compañía del aguirrismo a Manuela Malasaña contra los mamelucos.
El catalanismo pandémico y decadente, que sólo gasta en vino identitario, que no se queja de los fueros medievales de otros, que no deja de pedir una Hacienda propia (quizá con un Montoro propio, ya montserratino), monta en cólera porque dicen que en Madrid se pagan pocos impuestos y que les hacen dumping fiscal. O sea que las empresas no se van de Cataluña porque allí se inventen o revienten las leyes entre teleles y arrobamientos, entre candeladas y excomuniones, con oscuros cultos satánicos o cursis ritos balineses, sino porque les tienta Madrid con su tacón y su media de cristal. Madrid es una buscona, Madrid es una harpía, Madrid es una señorita como de Moulin Rouge de la Gran Vía, donde sólo falta un Moulin Rouge evacuando en la calle de la Montera. Parece una excusa de adúltero o de cornudo, según, y quizá lo es.
Madrid tiene menos déficit que Cataluña, aunque allí haya impuestos propios para los refrescos, el juego y hasta la carbonilla. Madrid aporta más que nadie a la solidaridad interregional, que suena a ese tren con el que también hace solidaridad, tren de los andaluces que llegan a Madrid sólo con su garganta o con sus manos o con su carpeta, y pueden llegar a ministro, a Adonais o a dandi, no sólo a charnego oficialista o a negro de Vox de ERC (Rufián, vamos). Pero, sobre todo, es increíble que estén llamando a la armonización, al equilibrio, a la solidaridad, justo éstos de la independencia, la soberanía, la soberbia; éstos del orgullo de la identidad y de la pela y de los pueblos sobrados, adánicos y elegidos por Dios; éstos de la riqueza calvinista, merecida y avara; éstos de la república libérrima e iluminadora, en fin.
Se diría que Madrid es lo único que les queda, lo único que les frena y lo único que les acusa de sus propias vergüenzas, igual en la economía que en la política que en el virus. Madrid, que sólo debía ser una gran tijera tacañona de esa derecha de estampita, costurerito y mucamita, no deja de dar sopapos y lecciones. Esa Ayuso entre viuda de notario y geisha de acuarela que Sánchez había venido a matar en su casa japonesa de papel y mariposas; esa Ayuso que es bastante poquita cosa, en realidad, parece ahora una generala o una mujer pantera.
En su decadencia sólo les queda Madrid, a un lado, y Sánchez, sustentador de todas las decadencias, al otro. La decadencia de un nacionalismo que sólo gasta en bandas de música es imparable, pero ahí está Sánchez para ayudar. Un sí a los presupuestos a cambio del castigo consolador y lúbrico a Madrid. La decadencia es tal que no ven o no les importa el sarcasmo. Ése de los soberbios catalanistas pidiendo, como en sus caricaturas y escarnios, para solidaridad o para jarana, con boina de recoger pesetas y de torcer espaldas.
Quién iba a decirnos que veríamos a los catalanes pedir que los madrileños les paguen su PER, o sea ese estar todo el día en la peña indepe, con esa estelada como bética y con la mitología y el tatuaje de los presos como si fueran Camarón. Parafraseando a Duran i Lleida: mientras en Madrid la gente está currando a pesar del bicho y las empresas siguen levantando cíclopes por la Castellana, en Cataluña se van las sociedades y está el personal con el pie en la pared y el ojo negro de golletes, vigilando cómo hablan los tenderos o los niños que se comen el bollicao en un castellano infantil, antiguo y odioso, como de Naranjito.
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