Nunca una Constitución en España cumplió tan ampliamente su función y aseguró un periodo de libertades públicas y derechos al mismo tiempo que de bienestar material como la Constitución de 1978 que cerró jurídicamente el periodo de la Transición política y cuyo aniversario conmemoramos hoy.

Y, sin embargo, nunca en estos más de 40 años de vida la Constitución española ha sufrido más acoso y ha estado más amenazada que hoy. Y eso es así porque los ataques y los proyectos de  derribo de nuestra Ley de leyes provienen justamente de las filas del propio Gobierno.

Lo que tan alegremente celebraba ayer Pablo Iglesias junto a los dirigentes de Podemos y En Comú es exactamente lo que constituye una amenaza para la pervivencia de la letra y del espíritu de la Constitución. “Estamos en un momento que se define, en buena medida, por el éxito de los planteamientos que Unidas Podemos viene defendiendo desde hace años”. Y tiene razón, los planteamientos de Podemos  se han alzado con la victoria al paso de la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado.

Y eso es así porque el señor Iglesias ha podido incluir en el puente de mando del país, sin que nadie en el Gobierno opusiera resistencia real ni le desmintiera en ningún momento, a unos partidos a los que él ha llamado a marcar la dirección del Estado.

Son partidos que siempre han sido partidarios de impugnar el marco constitucional vigente y que defienden la deconstrucción de lo levantado durante la Transición, empezando por la unidad territorial de España, que se proponen trocear al grito de que eso es lo más democrático frente a la reaccionaria posición de quienes defienden mantener la España unida de los últimos 500 años.

Esa es una de las grandes amenazas que se levantan contra nuestra Constitución. La reivindicación del derecho de autodeterminación –que, contra lo que sostienen embusteramente quienes lo pretenden ejercer, no está contemplado en el derecho internacional ni en ninguna constitución de ningún país democrático, y mucho menos en uno que no lo sea- es la clave para imponer la ruptura de la unidad española. Y en esa reivindicación está, por primera vez en democracia, un partido en el Gobierno.

Un partido, Podemos, cuyo líder se ha convertido por obra y gracia de la conformidad del presidente Pedro Sánchez, en el conductor del destino político de España en un futuro próximo, tres años al menos, que parecen pocos pero que pueden resultar decisivos para el asunto que nos ocupa. Un líder que ha invitado a sentarse a la mesa de la dirección política del Estado a aquellos partidos que tienen como objetivo principal el de romper la unidad territorial del país y provocar el nacimiento de varias repúblicas independientes.

Iglesias se ha convertido, por obra y gracia de la conformidad del presidente Sánchez, en el conductor del destino político de España en un futuro próximo, tres años al menos

Al margen de la fantasía que acompaña a esos planteamientos, es un hecho que el vicepresidente del Gobierno está más que dispuesto a dar entrada a sus exigencias y que goza de un cierto poder, no absoluto pero sí suficiente, para empujar desde su puesto en el Ejecutivo en la dirección deseada por él y por sus “socios de legislatura” y que apunta, según el propio Iglesias ha dicho, a “acometer la transición política más importante de los últimos 40 años”.

Pero esa amenaza está en el último escalón de una estrategia que todos ellos saben que necesitan, antes de llegar a él, derribar previamente unas cuantas empalizadas que se levantan todavía firmes en la defensa de nuestro Estado de Derecho.

La Monarquía parlamentaria recogida en el artículo 1 de nuestra Constitución es una de esas empalizadas porque el Rey, según reza su artículo 56, es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia. Y contra la Monarquía parlamentaria se han situado las baterías para ir desacreditando ante la opinión pública a la Corona española.

Mejor regalo no ha podido hacer el viejo rey Juan Carlos I a quienes se declaran beligerantemente dispuestos a acabar con la institución monárquica, pero creo que, incluso sin esta munición que se les ha suministrado gratuitamente, y que ellos han utilizado para extender el caso del ámbito personal al ámbito institucional, su estrategia política habría sido idéntica aunque más costosa de colocar en el ánimo de los españoles.

El Poder Judicial es otra de las grandes empalizadas que defienden la España constitucional y es, por lo tanto, otro de los grandes enemigos de Podemos, ERC o Bildu. El Poder Judicial es independiente, único e indivisible para toda España. Y es el muro ante el que se han venido estrellando todos los intentos hechos hasta ahora de burlar el ordenamiento jurídico del Estado español.

Lo que buscan denodadamente desde hace tiempo quienes ven en esta España constitucional presidida por la separación de Poderes es desacreditar al Judicial y acusarlo de estar al servicio del poder político. Acusan de lo que ellos precisamente adolecen. Botón de muestra fueron las primeras declaraciones del presidente del parlamento catalán, Roger Torrent, en las que exigía al Gobierno que “parara los pies” a los magistrados del Tribunal Supremo en una prueba palmaria de sus “democráticas” convicciones.

Podemos pretende no solamente sentar a uno o dos de los suyos en el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), sino que ahora se ha descolgado con  la exigencia de que estén presentes también en el órgano de gobierno de los jueces representantes de ERC y de Bildu, según ha explicado esta semana.

Eso, que no sucederá, sería el asalto al Poder Judicial y desde allí, desde esa posición privilegiada, acometer el asalto definitivo a la Constitución de 1978 y la demolición del sistema democrático de libertades que consagró. Lamento insistir, pero hay que tener presente que esto lo dice el vicepresidente del Gobierno de España.

Lo mismo sucede con el castellano, objeto de persecución creciente por los partidarios de esa “república plurinacional”. Ya no es únicamente que el Gobierno haya aceptado el sinsentido de que el castellano, la lengua oficial del Estado español, haya dejado de ser la lengua vehicular en la enseñanza en Cataluña sino que Podemos, junto con el resto de formaciones separatistas, han registrado una iniciativa en el Congreso en la que piden que se ponga fin “a la imposición legal exclusiva del castellano en la normativa estatal”. Es decir, que todas las administraciones, incluida la administración de Justicia, donde quiera que estén ubicadas, estén obligadas a emplear todas las lenguas que se hablan en España.

Esta Proposición No de Ley no tiene, espero, ninguna posibilidad de prosperar pero es significativa de lo que esconde debajo: una ofensiva para expulsar de sus comunidades todo lo que evoque a la unidad de España y los españoles. Este es el espíritu y éste es el propósito: España fuera.

La Constitución necesita reformas, sí, pero que habrá que dejarlas para cuando no haya un batallón de asaltantes apuntando a su cabeza

Eppur, si muove, dicen que dijo Galileo, frase que por lo visto nunca pronunció. Pero sirve para lo que necesito ahora. Y, sin embargo, se mueve: la asediada Constitución de 1978 sigue sirviendo y amparando a todos los españoles, incluidos sus enemigos. Y no sólo eso: esta Constitución tan denostada por quienes aspiran a derribarla ha demostrado una gran flexibilidad y una extraordinaria capacidad de adaptación a las circunstancias más diversas por las que ha atravesado nuestro país.

Ha servido de marco protector para tiempos de bonanza  y de tormenta. Ha cobijado todos los estatutos de autonomía, inexistentes cuando la Constitución fue aprobada. Ha cubierto sin el menor problema nuestra entrada en la Europa comunitaria y en el euro. Ha acogido situaciones excepcionales y del todo impensables por el legislador constituyente, como el desafío independentista en Cataluña en 2017, el episodio más grave de los sufridos hasta el momento. Está sirviendo de marco para enfrentar al país a una pandemia como la que ahora padecemos, incluido el establecimiento de un estado de alarma que recortaba drásticamente los derechos y libertades de los españoles. Es, por lo tanto, una excelente Constitución. Flexible y elástica.

Necesita reformas, sí, pero que habrá que dejarlas para cuando no haya un batallón de asaltantes apuntando a su cabeza. De momento está bien como está porque siguen siendo muy valiosos los servicios que nos presta cada día. Lo único que necesita es que a esos asaltantes se les oponga un batallón aún más nutrido de defensores. Convocados a su protección estamos todos los españoles.

Nunca una Constitución en España cumplió tan ampliamente su función y aseguró un periodo de libertades públicas y derechos al mismo tiempo que de bienestar material como la Constitución de 1978 que cerró jurídicamente el periodo de la Transición política y cuyo aniversario conmemoramos hoy.

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