La señora británica, con 90 años y pijama de niño, esa niñez socarrona de los viejos, no parecía que se estuviera vacunando para su virus o para su perlesía, sino que nos salvaba a todos, como salvan las cosas las abuelas, igual el mundo que un asado, sin darle importancia. Las primeras vacunas no han sido para los niñatos de escupitajo de futbolista ni para los runners con aliento de velociraptor, claro, sino para los ancianos, quizá por frágiles o quizá porque, para devolvernos la vida a todos, hay que punzar la vena más dura y vivida de la especie, como si lo más científico fuera empezar por la memoria antes que por el cuerpo.
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