La señora británica, con 90 años y pijama de niño, esa niñez socarrona de los viejos, no parecía que se estuviera vacunando para su virus o para su perlesía, sino que nos salvaba a todos, como salvan las cosas las abuelas, igual el mundo que un asado, sin darle importancia. Las primeras vacunas no han sido para los niñatos de escupitajo de futbolista ni para los runners con aliento de velociraptor, claro, sino para los ancianos, quizá por frágiles o quizá porque, para devolvernos la vida a todos, hay que punzar la vena más dura y vivida de la especie, como si lo más científico fuera empezar por la memoria antes que por el cuerpo.

La señora británica, con mirada paciente y maravillada, como de jardinería, me la imaginaba yo como la tetera viva de la vacuna. Se diría que, con la vacuna dentro, hirviendo como hojas hirviendo, va a ser ella la que nos la reparta luego a todos, igual que su merienda o sus recuerdos. Era como ponerle la vacuna a todo el planeta a través de su raíz más antigua, esa señora de mantita escocesa que de repente era toda la humanidad en su árbol druídico. La hazaña científica es ya tangible, la vacuna ya está ahí dentro del ciudadano corriente, no en cobayas ni en esos congeladores como vacunos ni en notas de prensa que apreciaban antes los brókeres que los ateridos o los asustados. Pero además nos emociona lo simbólico, que la vejez nos vuelva a enseñar el camino de la fortaleza, de la perseverancia y hasta de la modestia. Estaban ahí muriéndose los primeros y ahora cuando los vemos recibir la vacuna lo que parece es que nos la regalan a los demás, que ellos sólo nos la están calentando, como la leche con galletas de ir a dormir.

La hazaña científica es ya tangible, la vacuna ya está ahí dentro del ciudadano corriente, no en cobayas ni en esos congeladores como vacunos ni en notas de prensa

La vejez ya sólo aparecía en las noticias como rendición o incluso como purulencia, como esos militares podridos y condecorados de género de ultramarinos, podridos y condecorados de arenques y de conservas de chapa de barco, y que aún quieren fusilar con una metralleta mellada. La vejez sólo les daba pena o asco, pero llega esta señora como para despertarnos a todos, para salir al tajo la primera, como esas abuelas que veía yo en la vendimia, de fortaleza y huesos inexplicables. Llega esta señora que se deja como quemar por la vacuna antes que nadie, como una madre se deja quemar por el biberón; que se deja horadar, habitar y trepar por la vacuna como por niños; esta señora de 90 años que viene como atravesando guerras y raquitismos con sus ruedas a vapor para recibir otra vez como el primer bautizo o la primera espada de fuego del mundo, mientras hay cacerolos como trinquetes que tienen miedo al pinchazo, a la roncha o al chis de Bill Gates.

Esta señora hacía historia como haciendo patucos y uno no podía dejar de emocionarse. No sólo porque la vacuna dejaba de ser ciencia ficción y clickbait y se veía ahí por fin, tan real y tan cercana como una pastilla efervescente. También porque, por razón científica o moral, las primeras vacunas iban para esa sabiduría arborizada en vejez que aún le queda a la raza humana. La señora se llama Margaret Keenan y ya es como la primera abuela en la luna. La segunda persona en recibir la vacuna ya comercial, ya real, ya para todos, ha sido por cierto un hombre llamado William Shakespeare, para que hagamos chistes sobre el destino y la fatalidad.

No dejan de darnos lecciones de valentía y hasta de ironía. No dejan de darnos lecciones en todo, en realidad. Yo pensé en aquel video viral de la bailarina con Alzheimer que todavía recordaba ser bailarina o ser cisne, y que bailaba con los ojos o más bien aún intentaba enseñar a bailar con los ojos. No dejan de enseñarnos con los ojos, aunque estén desmayándose, muriéndose u olvidándose. Imaginen lo que enseñan cuando están riéndonos, levantándonos, empujándonos.

La señora británica, con 90 años y pijama de niño, esa niñez socarrona de los viejos, no parecía que se estuviera vacunando para su virus o para su perlesía, sino que nos salvaba a todos, como salvan las cosas las abuelas, igual el mundo que un asado, sin darle importancia. Las primeras vacunas no han sido para los niñatos de escupitajo de futbolista ni para los runners con aliento de velociraptor, claro, sino para los ancianos, quizá por frágiles o quizá porque, para devolvernos la vida a todos, hay que punzar la vena más dura y vivida de la especie, como si lo más científico fuera empezar por la memoria antes que por el cuerpo.

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