Ximo Puig está condenado a vivir entre un nacionalismo de Papa Luna y un internacionalismo fallero, y a lo mejor por eso le ha dado por inventarse la Commonwealth mediterránea, una mezcla de medievalismo y línea de cruceros. Al socialismo borderline, ése que está siempre haciendo equilibrios entre la moderna España repensada y el cromañonismo nacionalista, seguramente le parecía demasiado fuerte mencionar aquello de los Països Catalans, pero en realidad no se refiere a otra cosa. Disimulada como economicismo multilateralista o quizá sólo como proyecto hotelero polinesio, lo que está es esa alianza santa, guerrera, sentimental y marinera contra la España mesetaria con su corazón de imperio y queso. Diría uno que también contra Ayuso, a la que han tomado por Isabel la Católica.

Vamos a ir llegando pronto de nuestras rancias autonomías a la reconformación de la Península como reinos y coronas medievales con sus matrimonios y guerras de cama alta, que a lo mejor es eso lo que llaman progreso los progresistas. Uno coge este proyecto de Puig y lo que le sale es casi la Corona de Aragón anexionándose tierras entremurcianas. Como esto resulta demasiado español y demasiado cutre, como si uno se propusiera invadir Marina d’Or, Puig lo ha querido llamar Commonwealth, para que suene a algo british, a tabaco imperial de imperio rival, como Pall Mall. En realidad, a lo que suena es a colonialismo con mosquitera, a su té palúdico, a su marfil robado y a su Mogambo político y sensual.

Ximo Puig suelta lo de Commonwealth y parece que se ha sacudido todo el polvo trashumante de lo español, pero sólo está reconociendo esa relación de sometimiento cultural y de mímesis estética que tiene Valencia con Cataluña, y que es como la de las colonias británicas con la tacita, el o’clock y los pantaloncitos de coronel cazador de elefantes. Todos esos lazos de navegante y esa amistad lingüística y ese hermanamiento secular que gustan recalcar por allí al final lo que hacen es que los valencianos sigan pareciendo como portugueses o mariachis de los catalanes. Pero supongo que cada uno elige sus sometimientos. En cualquier caso, Puig sigue pensando que es una alianza potente contra la derecha de mesón, contra el españolismo sanchopancista y contra esa mezcla de reina cartaginesa y Virgen de la Almudena en la que va a acabar Ayuso como sigan levantando contra ella concilios y ententes.

Lo que está detrás es esa alianza santa, guerrera, sentimental y marinera contra la España mesetaria con su corazón de imperio y queso. Diría uno que también contra Ayuso, a la que han tomado por Isabel la Católica

Se diría que cualquier alianza interregional, cualquier mancomunidad de pueblos, vasallajes, provincias, cerámicas o recuerdos de farero compartidos; cualquiera de ellas, insisto, sirve, excepto la que se llama España. Se puede unir el Mediterráneo, se puede unir el interior vaciado como un perol, se puede unir lo celta o lo moro, se puede unir la España húmeda o la España seca, cada una por su lado, y cualquier cosa, hasta lo que vuelva a traernos un reino godo con pichón de cetrería, les va a parecer a estos modernos más moderno y más cool que España. Sin embargo, no tenemos nada más moderno y elegante que la España constitucional, porque todo lo demás es tribalismo megalítico, medievalismo de cinturón de castidad o romanticismo de matarse o matar con un pistolón de lis.

Ximo Puig no es que quiera ahora un Mediterráneo de Eneas, ni un Mediterráneo británico así como chipriota, ni siquiera un Mediterráneo de naranjas como un negocio de piscina de bolas. Quiere un eje pancatalanista aunque siempre dentro, como digo, de la ambigüedad o cobardía del socialismo borderline. Él pretende oponer su idea al independentismo, en el sentido de que les ofrece una alternativa, un desahogo y una venganza también sentimentales y económicos, pero sólo les ayuda, como ayuda Iceta dentro de la propia e imperial Cataluña. La alianza que quiere Puig, en realidad, sólo es la misma alianza sanchista. Esa alianza con el nacionalismo con la que esperan que, a la vez que destrozan el Estado, les destrocen también al enemigo, esa derecha o esa España del Siglo de Oro que se creen ellos que son la derecha o España.

Una “España catalana”, una “España de las Españas”, todo eso dice Puig que pretende con esa alianza de sentimientos, rencores o intereses longitudinales. Cualquier cosa menos la España sin más en la que ya están todos. A España, piensa él, hay que adjetivarla, pero además hay que adjetivarla como destrozándola a pellizcos de otras Españas pequeñitas y hormigueras. La verdad es que, salvo en las mentes premodernas, los Estados no adjetivan ni se adjetivan, porque no definen ni se definen en nada, salvo en el contrato social. Sí, un reino fenicio con mascarón de paellera, una corona gótica sacada de debajo de una cama con dosel como si fuera un orinal, un imperio amanerado como una merienda en mitad de la selva, con su nativo de blanco y su coronel de monóculo condescendiente y su reloj de columna, todos muy o’clock...  Cualquier cosa les sirve. Cualquier cosa menos España, única modernidad entre las hogueras bárbaras.

Ximo Puig está condenado a vivir entre un nacionalismo de Papa Luna y un internacionalismo fallero, y a lo mejor por eso le ha dado por inventarse la Commonwealth mediterránea, una mezcla de medievalismo y línea de cruceros. Al socialismo borderline, ése que está siempre haciendo equilibrios entre la moderna España repensada y el cromañonismo nacionalista, seguramente le parecía demasiado fuerte mencionar aquello de los Països Catalans, pero en realidad no se refiere a otra cosa. Disimulada como economicismo multilateralista o quizá sólo como proyecto hotelero polinesio, lo que está es esa alianza santa, guerrera, sentimental y marinera contra la España mesetaria con su corazón de imperio y queso. Diría uno que también contra Ayuso, a la que han tomado por Isabel la Católica.

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