No sé si es buena idea meter al genio José Celestino Casal en una estatua con sombrero vaquero, como luce en las calles de su muy querida Asturias. Es completamente imposible dejar en forma fija, construido en cualquier material a Tino. Imborrable fue conocerlo, para entrevistarlo, en aquellos borrosos años 80 en los que casi cualquiera tenía disco. Supo salir de la mediocridad de la mayoría de artistas de medio pelo que dominaban el mercado a golpe de hombreras y “champú de huevo”, con su forma personal de interpretar el “glam” que vivió siendo muy jovencito en Londres.
Elegante, educado, pensativo, con cierto divismo más que disculpable, de mirada fija e intensa. Así era Tino Casal. Nunca una entrevista sin ponerse estiloso, aunque fuera para la radio, ya ves tú. Delante tenía un ser que vestía con chaquetas de más de medio millón, poseía una barba cuidada al milímetro, y nunca le faltaba compostura y buena dicción. Abrí el micro. “Buenas noches, Juanma”, dijo. Y te sentías afortunado, tocado por la mano de Bowie, o algo así. Por cierto, el Duque Blanco dijo una vez de Tino que tenía una gran voz.
Hoy vamos a añadir a nuestra más que preciosa lista una canción de esas indispensables que más de uno pensará que ya la ha oído demasiadas veces. Pero responderé diciendo que si se conoce parte de la historia que hay detrás de su versión de Eloise, uno la disfruta bastante más.
Parecerá extraño afirmar que a principios de 1987 sobraban artistas y faltaba talento. Resulta llamativo porque nuestra mente solamente recuerda aquellas canciones que envejecieron bien, pero por el camino se quedaron auténticos despropósitos, tumbas de millones de pesetas para beneficio de estudios y productores con mucho don de gentes y poco más. La música era un buen negocio y se compensaba perder dinero cuando dabas con un mirlo blanco que te vendía un millón de copias. EMI se dio cuenta de que con Casal podía pasar algo y no tuvo problema en firmar un cheque millonario para producir una sola canción a lo grande. ¿Cuánto costaba contratar a los ochenta y tres músicos de la Orquesta Filarmónica de Londres en el estudio más legendario del mundo, en el que grabaron The Beatles? ¿Y qué si era la misma banda de Star Wars? ¿Qué pedía Andrew Powell después de haber hecho arreglos orquestales para Alan Parsons? Se paga. ¡Qué tiempos!
Pagado el cheque e ilusionado su productor, mi ex compañero Julián Ruiz, comenzó el largo camino hasta el éxito que hoy traigo. La banda, absolutamente profesional, interpretó ajustada al metrónomo en 135 golpes por minuto en casi todos los 5 minutos y 42 segundos de la pieza en su versión extendida. Primero grabaron percusión y metales para dar el tempo a las cuerdas y viento que lo vestirían todo después. Esta sincronía era especialmente importante porque el ritmo venía de serie gracias a un sello que el amigo Ruiz dejaba siempre en sus producciones: la caja de ritmos no desaparecería solamente porque hubiera debajo una de las mejores orquestas sinfónicas del planeta. El ritmo estaba claro.
La verdadera cara B de aquel single de 45 r.p.m. no sería Ángel exterminador, como aparece en los escasos maxi-singles que todavía se venden. El lado oscuro lo puso una lesión sufrida años atrás en Pachá Valencia. Es de esos seres a los que no detiene una simple torcedura de tobillo que disimulaba con enormes cargas de dignidad artística y algo de arrogancia. Acabó en necrosis y hospitalización. Única muestra para el respetable de su paso por el drama de recibir la extremaunción era un simple bastón que supo usar como complemento artístico con maestría. Sí, acabó medio muerto, literalmente. Sin comer prácticamente nada, recuperándose muy lentamente y en silla de ruedas. Así llegó el cantante ante el micro. Le tenía tantas ganas a aquella canción de Barry Ryan de los años 60…
Ocho largos días de penitencia y tomas. Una tras otra. Repitiendo donde faltaba el aire, dominando el falsete, bajando a los infiernos de no saber ni qué cantas tras escuchar lo mismo una y otra vez. Las bobinas de aquella grabadora de cinta digital (de las primeras) daban vueltas sin descanso. Escuchar, rectificar, volver a grabar, mezclar, cambiar la toma, probar algo, volver a lo anterior. Arte por empecinamiento, por voluntad, por el arte.
Por Dios ¡qué poco luce el vídeo clip al lado de la producción musical del tema!
Pensar que su salud estaba tan tocada de muerte y que no sería eso lo que acabaría con su vida… Un cinturón de seguridad que seguía recogido no pudo impedir que una de sus propias costillas le arrancara el corazón a poca distancia del Puente de los franceses, en Madrid. De golpe. Sin esfuerzo, sin lucha, sin poder demostrar que el amor a la música salva y nos hace más humanos, y sin poder cantar dolorido una última canción dramática e intensa como esta versión de Eloise. Ahora seguro que al escucharla, la disfruta uno más. Que haya valido la pena el esfuerzo de Tino.
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