El propio virus ha rescatado a Sánchez en Navidad, se lo ha llevado como el lobo amigo de un villancico. El plan navideño del presidente era, de nuevo, pavonearse en el Congreso y luego borrarse, dejar que también en la tercera ola sean las autonomías las que tomen las decisiones y amarguen la fiesta, las que cierren como bolcheviques los bailes, las catedrales y las estaciones nevadas. En eso estaba cuando el virus ha venido, no como una alimaña sino como un colega, a llevárselo de cuarentena como a una cabaña de pesca. De momento da negativo, pero Sánchez cumplirá los protocolos y estará hasta Nochebuena bajo la protección de una mantita de cuadros y de una pereza dictada por el médico, viendo pasar el tiempo y la pandemia como el carrito de la merienda. O sea, exactamente lo mismo que ya estaba haciendo. El presidente nos salva sin más que mojar la galleta o tocar la zambomba, esté de cuarentena, de vacaciones o de zafarrancho, cosa que en realidad no se distingue. Ése es su misterio, o nuestra ceguera.
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