Nada volverá a ser igual tras esta maldita pandemia que arrastramos desde hace casi un año. Nuestros hábitos de vida se han transformado radicalmente y también nuestras relaciones familiares, sociales y laborales. Los estilos de gobierno y de liderazgo, tanto en las administraciones públicas como en las grandes organizaciones privadas, no pueden tampoco seguir siendo los mismos. A escala más global, si abrimos el foco del análisis, nos damos de bruces con una cuestión ya inaplazable: ¿Hacia qué modelo económico nos encaminamos? ¿Cuál es el futuro del capitalismo en las próximas décadas y qué adaptaciones debe experimentar para dar respuesta a los nuevos retos?
Es obvio que las grandes corporaciones no son, ni deben ser, ONGs... Nunca lo han sido. Es innegable también que uno de sus fines primordiales debe seguir siendo el de conseguir un legítimo beneficio en el mercado para retribuir a sus accionistas y atender a una contraprestación salarial justa que retribuya el trabajo de sus empleados o colaboradores. ¿Pero puede mantenerse en el tiempo esta consideración?
El largo tránsito desde la selva hacia la humanidad y la sostenibilidad
Uno de los grandes economistas del pasado siglo, Milton Friedman, padre de la Escuela de Chicago y premio Nobel de Economía, enunció hace casi cien años y con meridiana claridad que el fundamento (se entiende que único) de una empresa debía ser el de la maximización del beneficio de sus accionistas. Punto. No se albergaba en aquella época -aún no había llegado la Gran Depresión- preocupación alguna por la repercusión social de la actividad de las grandes corporaciones y tampoco por su impacto medioambiental. Los más rabiosos liberales han defendido a pies juntillas este principio combinándolo además con constantes llamamientos a los gobiernos de turno para que no estorbaran en el proceso económico, dejando campar a sus anchas a los actores más fuertes que han ido convirtiendo ese controvertido concepto llamado mercado en un territorio donde en no pocas ocasiones ha imperado la ley de la selva.
Esta concepción, como se ve, ha atendido sobre todo a parámetros evolutivos, básicamente la supervivencia solo de los más fuertes, pero que hoy día está, claramente, superado. La gran crisis financiera acaecida a raíz de la crisis de Lehman Brothers de 2008 y la más reciente, con la maldita pandemia global, han puesto fin a esta fiesta, cada vez más descontrolada en las últimas décadas.
No creo que nadie pueda ignorar ya a estas alturas que la crisis provocada por el Covid-19 ha provocado una crisis económica de una magnitud desproporcionada y nunca vista hasta la fecha, con millones de empresas en todo el mundo que sobreviven en los últimos meses solo gracias a ingentes ayudas públicas, nunca vistas desde la Gran Depresión de los años 30 del pasado siglo.
Revisión, sí, pero… ¿en qué dirección?
El capitalismo necesita una revisión urgente. Es evidente. Antes de sumergirnos en un torbellino que nos lleve a una deshumanización y a una locura definitivas debemos luchar por la consecución de un “capitalismo consciente”, de un “capitalismo humanista”, como nuevo rector de nuestras relaciones humanas, sociales y económicas. ¡Las personas como centro y motor de las empresas y de la evolución de la sociedad!
En esta revisión, el management está llamado a convertirse en una de las mejores herramientas para una gestión más profesional y a la vez más humana de las organizaciones. De hecho, íntimamente ligado con este concepto de “capitalismo consciente” está el de “liderazgo consciente” que dirige su atención de forma primordial hacia las personas y que otorga una absoluta preponderancia a los sentimientos y a su impacto en los otros además de ser optimista, inspirador, armonizador y fuente de oportunidades. Un liderazgo que se entrega con pasión y que busca obtener lo mejor de sus equipos inspirando confianza, transparencia y espíritu de servicio. Valores como la responsabilidad, la transparencia, la integridad y la vocación de servicio cobran más fuerza que nunca.
Casi un siglo después de que Friedman enunciara sus descarnados postulados sobre el propósito del capitalismo, el objetivo es ya, claramente, más ambicioso y global: generar prosperidad, claro, pero mucho mejor repartida. No solo esto sino, por ende, un compromiso mucho más claro con los retos a los que se enfrenta el mundo en las próximas décadas.
La nueva estrategia, más aún desde el azote del Covid-19, no puede estar fundamentada en otros objetivos que no sean los de hacer más sostenibles e inclusivas a las organizaciones, sin olvidar un foco preferente hacia el potencial que la digitalización y las nuevas fuentes de conocimiento pueden aportar. Se trata de generar empleos de mayor calidad y valor añadido tras el empobrecimiento general sufrido por las clases medias -miles de millones de personas en todo el planeta- a partir de 2008 y cuya puntilla ha llegado en este 2020. Las ventajas competitivas que pueden generar las inversiones estratégicas en capital humano y tecnologías limpias y sostenibles son inmensas.
El insustituible papel del Estado
La mayor parte de los países de la Unión Europea condicionan ya sus ayudas públicas al cumplimiento de estos requisitos de sostenibilidad.
Las administraciones públicas tienen mucho que decir a la hora de garantizar el cumplimiento de los 17 ODS establecidos por Naciones Unidas en el año 2015. Unas ayudas que deben ser lo más amplias posibles y que deben contemplar tanto transferencias directas de efectivo a los ciudadanos como ingentes estímulos estatales dirigidos a pequeñas y medianas empresas, no ya para su reactivación, sino para que no perezcan en esta catástrofe global que nos ha caído en desgracia.
Un nuevo mundo, un nuevo amanecer: económico, político y social
El éxito no es la base de la felicidad, sino que es esta última la fundamentación de aquel. Si no somos capaces entre todos de entender este sencillo concepto nadaremos eternamente en un océano de egoísmos y desencuentros en el que cada parte mirará por sus intereses. Trabajadores y empresarios deben caminar, en este nuevo tiempo, más unidos que nunca. Gobiernos y corporaciones privadas también están obligados a hacerlo.
Si todo va como preveo, en los próximos meses, tanto la vacunación generalizada de la población mundial como el nuevo escenario internacional -con el recién iniciado mandato de Joe Biden como nuevo presidente de los Estados Unidos y la recuperación del poder competitivo de la Unión Europea frente a inciertos e imprevisibles colosos como China- unido en nuestro ámbito más doméstico a un incremento substancial de las partidas destinadas a innovación en los Presupuestos Generales del Estado para 2021 que deberían ver la luz en el Congreso antes del final de este año, nos permiten ser algo más optimistas de cara a la implantación de ese nuevo “capitalismo humanista", un capitalismo con propósito.
Nada volverá a ser igual tras esta maldita pandemia que arrastramos desde hace casi un año. Nuestros hábitos de vida se han transformado radicalmente y también nuestras relaciones familiares, sociales y laborales. Los estilos de gobierno y de liderazgo, tanto en las administraciones públicas como en las grandes organizaciones privadas, no pueden tampoco seguir siendo los mismos. A escala más global, si abrimos el foco del análisis, nos damos de bruces con una cuestión ya inaplazable: ¿Hacia qué modelo económico nos encaminamos? ¿Cuál es el futuro del capitalismo en las próximas décadas y qué adaptaciones debe experimentar para dar respuesta a los nuevos retos?
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