Ahora que recibimos al fin la primera vacuna, el Gobierno Central, la Generalitat de Catalunya y la Comunidad de Madrid se afanan en ponerle etiquetas y pegatinas para que parezca suyo el mérito y no de la Unión Europea, la misma que desapareció durante meses cuando moríamos a razón de mil enfermos diarios y ahora, diez meses más tarde, se erige como nuestra salvadora.
Si algo ha demostrado esta pandemia es que la política ha sido, en la mayoría de los casos, inútil para salvarnos la vida y muy eficiente para conseguir nuestro voto. Hemos entendido que nuestros gobernantes funcionan muy bien cuando no pasa nada grave, y solo están preparados para tomar decisiones ideológicas, no efectivas. Nuestro actual Gobierno demostró sobrada eficiencia para terminar con los colegios concertados y la educación especial, para aprobar la eutanasia o sacar a Franco del Valle de los Caídos. Nunca se plantearon tener que decidir sobre una pandemia y mucho menos cuando el Ministerio de Sanidad hace mucho que no tiene ninguna competencia en Sanidad. Ese ministerio se ocupa por cuota, igual que hay mujeres ministras colocadas en sus cargos por cuota femenina, igual que Izquierda Unida obligó a colocar por cuota al ministro Garzón en Consumo y el PSC a Salvador Illa en cualquier ministerio que no hiciera mucho ruido. Como pulpos en un garaje, algunos ministros y ministras no esperaban tener que hacer nada en sus cargos, igual que sus predecesores. Hasta que llegó la pandemia.
Si quienes toman las decisiones sanitarias no son expertos independientes sino los funcionarios del ministerio obligados a cumplir órdenes del Ejecutivo, si la solución a esta pandemia la dirigen desde un despacho político y sin contar con los mejores expertos sanitarios, ¿cómo no van a crecer como setas los negacionistas? Es en una situación de alarma mundial, con populistas en el Gobierno como sucede en España y en otros países del mundo, cuando los que niegan el origen natural de la pandemia crecen en un efecto global que empezó en Estados Unidos, donde gobernaba el mayor de todos ellos. Que casi la mitad de los españoles todavía tenga dudas sobre ponerse o no la vacuna tiene su lógica tras un año de mentiras, engaños y errores de las autoridades sanitarias españolas que han llevado a nuestro país a estar en la cima de sanitarios contagiados del mundo y en la de muertos en la primera ola.
Si la solución a esta pandemia la dirigen desde un despacho político y sin contar con los mejores expertos sanitarios, ¿cómo no van a crecer como setas los negacionistas?
Los ataques merecidos a la Organización Mundial de la Salud por sus vínculos estrechos con el Gobierno chino, su falta de decisión al inicio de la pandemia y su lentitud en prevenirla alimentan las teorías de la conspiración. Las pruebas experimentales de la tecnología 5G en Wuhan meses antes, o la presencia omnipresente de la Fundación de Bill Gates en todo organismo sanitario que decide el calendario de vacunación no ayudan a despejar las sospechas, sino a aumentarlas.
Los que no creen en las conspiraciones las ven pasar frente a sus ojos a diario, aceptan que Putin sea el principal sospechoso en ordenar el envenenamiento de sus opositores o que JFK fuese víctima demostrada de una de ellas.
En España 3.000 personas se manifestaron en la plaza Colón de Madrid, muchos sin mascarilla, creyendo ser víctimas de una conspiración en forma de virus mortal; les apoyan algunos científicos como el biólogo y epidemiólogo Ricardo Delgado, el psicólogo Fernando Luis Vizcaíno o la asociación Médicos por la verdad que cuenta con seguidores en toda Europa. Negacionistas en toda regla que serían fácilmente cuestionados en sus afirmaciones por el comité científico de expertos del Gobierno español si alguna vez hubiese existido.
Cada vez son más los ciudadanos que han pasado de la indignación a la incredulidad, y de ahí a la crisis económica e ideológica en la que nos encontramos. Tanta indignación sin referentes médicos y políticos de confianza conduce al negacionismo. El resto del camino hacia el abismo lo podemos andar nosotros solos.
Estos días, tras vacunarse la primera mujer en Catalunya, Josefa -de 89 años-, un twittero escribía “La primera persona vacunada en Catalunya ni es catalana ni habla catalán. Llamadme racista o xenófobo, pero como país deberíamos reflexionar sobre eso”. A lo que otro respondía “Y en un mural detrás de ella ponía “Feliz Navidad” en español “.
No se ha inventado todavía la vacuna contra la estupidez y en España va siendo urgente.
Ahora que recibimos al fin la primera vacuna, el Gobierno Central, la Generalitat de Catalunya y la Comunidad de Madrid se afanan en ponerle etiquetas y pegatinas para que parezca suyo el mérito y no de la Unión Europea, la misma que desapareció durante meses cuando moríamos a razón de mil enfermos diarios y ahora, diez meses más tarde, se erige como nuestra salvadora.
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