Se nota que las vacunas son extranjeras porque nos han llegado en plenas vacaciones y España, como el gran estanco con bandera de estanco que es, no funciona en festivos, en domingos, en días de la patrona ni en puentes con caravana. Con las vacunas hicimos nuestra ceremonia de las uvas, poniendo una docena o así muy adornadas de espumillón pero un poco amargas, como el propio menú extraordinario del asilo o del hospital, y ya luego seguimos con lo nuestro. O sea, ya nos dedicamos a atender al cuerpo como de nutria mojada de Cristina Pedroche, a preparar un entierro para la Puerta del Sol como un entierro vikingo, a la ingeniería de diseñar un roscón de Reyes sin haba o, en el caso del Gobierno, a lanzar al candidato Illa aprovechando (lo dijo el propio Iceta como argumento incontestable) que el mitin era en domingo.
El domingo no se vacuna, el domingo los ministros son particulares de pícnic, el domingo no hay virus ni cepa británica ni emergencia nacional, ni siquiera estadísticas; el domingo Ayuso quizá va a misa con luto y voluptuosidad de regenta, y Sánchez quizá va a esquiar vestido de refresco, y el españolito se va a ver a Kiko Rivera, que se ha disfrazado de Rey mago como un rey de Burger King, con trono de cartón y barba de patatas fritas. Lloramos bolas de árbol de Navidad, nos emocionamos con Nacho Cano, que ya es como un pianista dibujado por Tim Burton, o con Ana Obregón, que parecía una piedad hecha de nieve; nos empachamos de melancolía y ausencias como de turrón blando y luego nos dedicamos a hacer fiestas de futbolista o bodas griegas con zambomba o paracaidismo en la sierra. Pero nuestra estupidez es nada al lado de la pereza de nuestros gobernantes y burócratas, que hasta en el fin del mundo tienen sus horarios breves, lentos y sagrados de señor cura.
El lunes, Madrid había puesto sólo el 6% de las vacunas que recibió en la primera remesa. Cantabria, un 5%. La Cataluña ya en precampaña, un 13%. Parece que aún les coge de sorpresa que hagan falta neveras, personal, camiones, jeringas, tiempo. Quizá pensaban que las vacunas les llegaban como un solo botecito de perfume, esos perfumes como orientaloides o sáficos o pueriles que se anuncian tanto en Navidad. Quizá creían que, en todo caso, bastaba con descorchar la vacuna ceremonialmente, como un champán de bautizo de buque, o exigirlas como las exigía Ayuso, simbólica y revolucionariamente, como el pan de los proletarios. Pero resulta que les llegan las vacunas y a ellos les coge todavía buscando enfermeros como si tuvieran que buscar a monjas enanas, y concretando cuadrantes de vacaciones y moscosos, y teniendo que compaginar el tránsito de los camiones con los de los camellos reales, y discutiendo si las flores de Nochevieja eran para tapar banderas o escotes.
Nuestro fracaso como sociedad, y también el fracaso de nuestra clase gobernante, caben en ese domingo en la emergencia del siglo vista como un día más sin despertador"
La vacunación debería ser un zafarrancho nacional y sólo parece otro lunes de oficina, como si simplemente nos hubiera llegado el tóner y los burócratas, encima, aún tuvieran que pasar la resaca, la hora del café y el ratito de evasión y evocación mirando la fotocopiadora como un zoótropo o unas rítmicas traviesas de ferrocarril. Por su parte, nuestros gobernantes se diría que llegan de las Navidades como de Balmoral y, antes de volver a sus labores, tienen que someterse a ceremoniosos protocolos de vestimenta y de despachos de correo, como un zar. Sólo después de leer muchos papeles lacrados y carpetas hojaldradas se dan cuenta de que les faltan enfermeros o estadísticas o registros o planificación, y es cuando llaman al burócrata que sigue mirando cebras o postes de telefonía en la fotocopiadora, y aún seguirá un rato.
Tendríamos que estar vacunando con todo lo que diera la sanidad pública e incluso la privada, tendrían que estar vacunando el ejército y las señoritas de la Cruz Roja y hasta las monjas enanas. Tendríamos que estar vacunando desde el primer día y todo el tiempo, no con el horario de los estancos, de la oficina de turismo o del registro municipal. Pero aquí estamos, con las vacunas que se nos acumulan como champús de hotel mientras el ministro de Sanidad anda de promoción y Sánchez sigue como de año sabático y las autoridades locales atienden a la peana de Melchor y a la agenda confitera de la Navidad.
No deberíamos tener mayor prioridad que la vacunación, pero nos pilló en domingo, un largo domingo, un perezoso domingo de fría mañana y manta calentita. Nuestro fracaso como sociedad, y también el fracaso de nuestra clase gobernante, caben en ese domingo alargado y repetido, en ese domingo dormilón o festivalero, en la emergencia del siglo vista como un día más sin despertador, con fútbol, con pelusa, con bostezo, con desgana, con patriótica procrastinación. No hay tiempo que perder, pero no en domingo, que hasta la Creación se tomó ahí vacaciones. No vacunarás en domingo, y la Navidad, al fin y al cabo, es como unir todos los domingos del mundo. Mañana será otro día, pero hoy hay que ver a Kiko Rivera como un rey mago relleno de un Papá Noel, y hay que admirar a Sánchez tomando el sol en los atriles como en la nieve, y hay que esperar que Ayuso salga del confesionario como de una pequeña sauna del pecado.
Se nota que las vacunas son extranjeras porque nos han llegado en plenas vacaciones y España, como el gran estanco con bandera de estanco que es, no funciona en festivos, en domingos, en días de la patrona ni en puentes con caravana. Con las vacunas hicimos nuestra ceremonia de las uvas, poniendo una docena o así muy adornadas de espumillón pero un poco amargas, como el propio menú extraordinario del asilo o del hospital, y ya luego seguimos con lo nuestro. O sea, ya nos dedicamos a atender al cuerpo como de nutria mojada de Cristina Pedroche, a preparar un entierro para la Puerta del Sol como un entierro vikingo, a la ingeniería de diseñar un roscón de Reyes sin haba o, en el caso del Gobierno, a lanzar al candidato Illa aprovechando (lo dijo el propio Iceta como argumento incontestable) que el mitin era en domingo.
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