Una vez, en 1954, nevó en mi pueblo, nevó en Sanlúcar, a la orilla del mar, y la gente jugaba y se caía como unos bebés de la nieve. Mis padres se acuerdan de aquella nieve que parecía venir junto con el hambre de la época, o sea una golosina sin alimento, un juguete de agua, la alegría breve, gratis, casi extranjera y casi sólo soñada del pobre. Ahora, yo me veo esperando la nieve en Madrid, una nieve que haga de mis pasos tigres siberianos, que haga de mí un arponero en la nieve, un cochero en la nieve, por sentir una especie de paz salvaje y un consuelo o pausa de trinchera o de posguerra o de ferrocarril en la ciudad. Tenemos en el bicho el hambre y la guerra de esta época, y con esta nieve volvemos a ser padres de achicoria y niños de trineo de cajón y novias que pierden al novio en la nieve como su vestido de boda.
La nieve no nos va a curar ni tampoco nos va a enterrar. Pero, a pesar de todo, creo nos da paz de soldado con la guerra parada y alegría de niño con el colegio aplazado
No dejamos de intentar escapar en los patines que nos tira el cielo, primero la Navidad con nieve de corcho y ahora esta gran nevada con nieve de chiquillos y percherones que llega incluso a un Madrid de ballet ruso. No escapamos de nada, en realidad. No con estos políticos, no con este egoísmo, no con estos pasitos de pingüino. Ya está aquí la tercera ola, que se ha colado por nuestras casas de lana, por el cabello de ángel de nuestros dedos y besos, por nuestra fiesta de perfumes y copas con forma de lágrimas de lámpara, por nuestra enternecida estupidez en fin, sin que nos importara mucho por lo visto, ni a nosotros ni a nuestros gobernantes. Nos ha pillado la tercera ola con el culo desnudo y helado de esperar la bufanda o el pinchazo, pero los políticos sólo habían planeado cómo vendernos la vacuna, no cómo ponerla, y nadie ha querido ser el ogro que devorara la Navidad.
Los políticos saben que nos ilusiona la nieve, que esperamos la nieve, y nos dan cosas de nieve. La vacuna es nieve que no nos alivia el ayuno y que se les derrite en la mano o en los frigoríficos mal cerrados, como un polo casero. El dinero europeo es nieve que durará más en los sombreros y bigotes de los de siempre que en las aceras y toldos de los tenderos y barberos, que sólo la achicarán tiznada y aguada. Los propios políticos parecen venir en carruajes de nieve, como reinas de las hadas, a salvarnos con hechizos y besos helados. Hasta la ciencia y los hospitales parece que no tienen más para salvarnos que envolvernos en sábanas de nieve y meternos en un hielo nocturno o en una noche de hielo, pesadillesca y horrible como caer al agujero de un lago helado.
La nieve no dura, la nieve no salva, sólo nos deja ahí puesto un tobogán que puede ser para la risa o para el batacazo o para las dos cosas. Es más, la nieve incluso parece otra distracción de los políticos, que han fabricado ellos la nieve como otra lotería del Consejo de ministros, u otra pipa o zamarra de nieve que vuelve entrañable a Fernando Simón, u otro puñal de hielo que empuña Ayuso como una valquiria entre pieles. En medio de esta calamidad, incluso yo diría que, más que otra cosa, la nieve sólo nos va a poner una nariz de muñeco de nieve para que nos vayamos muriendo en un charquito con la sonrisa torcida y absurda de una zanahoria. Y aun así no dejamos de esperar una nieve sanadora, una nieve de balneario de las montañas, una nieve que nos cure como a una amiguita enferma de Heidi. O puede que una nieve brutal y liberadora que nos rapte o nos aplaste como el yeti.
No, la nieve no nos va a curar ni tampoco nos va a enterrar. Pero, a pesar de todo, creo que la nieve nos da paz de soldado con la guerra parada y alegría de niño con el colegio aplazado. Esperamos y recibimos la nieve como se esperan y se reciben los milagros, como la recibían en mi pueblo aquellos chavales como pescadores de perlas y aquellas muchachas como costureras del sol. No sé qué tibio consuelo o qué maravilla de turista en la nieve me traerá ver la ciudad como una fuente de piedra congelada, ver Madrid como por un catalejo nevado, verlo sonar como una campana nevada. Pero es cierto que la nieve viniéndome a buscar hasta los zapatos, como la muerte o como el amor, me hace más consciente de mis huesos de madera y de mis ojos de pez, y del hambre y de la guerra de esta época, y de la alegría breve y engañosa que hay en la borrachera de nieve que nos da el invierno o nos dan los políticos. El caso es que aquí estoy, esperando la nieve para ser un grandote bebé de la nieve. Como mis padres aquella vez que nevó en mi pueblo y las azoteas fueron sus únicos Alpes de la vida y hasta el mar parecía el hule de la casa, helado bajo el cielo destechado de los pobres.
Una vez, en 1954, nevó en mi pueblo, nevó en Sanlúcar, a la orilla del mar, y la gente jugaba y se caía como unos bebés de la nieve. Mis padres se acuerdan de aquella nieve que parecía venir junto con el hambre de la época, o sea una golosina sin alimento, un juguete de agua, la alegría breve, gratis, casi extranjera y casi sólo soñada del pobre. Ahora, yo me veo esperando la nieve en Madrid, una nieve que haga de mis pasos tigres siberianos, que haga de mí un arponero en la nieve, un cochero en la nieve, por sentir una especie de paz salvaje y un consuelo o pausa de trinchera o de posguerra o de ferrocarril en la ciudad. Tenemos en el bicho el hambre y la guerra de esta época, y con esta nieve volvemos a ser padres de achicoria y niños de trineo de cajón y novias que pierden al novio en la nieve como su vestido de boda.
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