Aquí no asaltan el parlamento los Village People, ni un señor con gorro de búfalo como si fuera Pedro Picapiedra. Aquí no se ha llegado a sentar en el despacho del presidente de una cámara legislativa un paleto con peto de espantapájaros y dentadura de alambique. Aquí los que han rodeado los parlamentos, las instituciones y los funcionarios eran cuadros flamencos, tractoristas románticos con su tractor como un Cadillac, coros de voces blancas, virtuosos de la pandereta, abanderados olímpicos, idealistas de bicicletilla ratonera y pastorcillos de belén o de musical. Y eso, aseguran, no es comparable. La gente no dice que no hay que rodear ni asaltar los parlamentos ni violentar la legalidad, sino que cuando lo hacen ellos no es lo mismo.
Si ha ocurrido lo que ha ocurrido en Estados Unidos, la democracia más antigua del mundo, que se anticipó y aventajó a la Revolución Francesa sin tener que quitarle la peluca de ópera a nadie con guillotina, imaginen aquí, donde hay quien te dice que nuestra Constitución todavía es franquismo o te defiende que lo mejor es una confederación de tribus paleolíticas o de comunas con fuente compartida para lavarse el sobaco guerrillero. No se trata de hacer comparaciones para sacar "rédito político", sino para que eso no nos pase aquí, para que veamos venir de lejos a cualquier indio de la raza o zombi de aserradero ideológico que justifique sustituir las instituciones por sus manadas y cosechadoras.
Con gorro de bisonte o con patito de goma amarillo, las semejanzas son más pertinentes y peligrosas que las diferencias: ante un parlamento o una institución que no "representa" al pueblo verdadero y folclórico, éste reclama su derecho anterior y superior a las leyes asediándolos o coaccionándolos. Que logren o no su objetivo dependerá de la fuerza, del miedo, de la prudencia, del tiempo o de la suerte. A veces no se necesita entrar con un patadón de herradura ni con una sierra mecánica, ni siquiera con una leve guitarrita hecha de papiroflexia de papel de fumar. A veces no hace falta derribar una gran puerta neoclásica, ni trepar por los frunces de las estatuas, ni invadir los despachos con relinchos de banderas, porque los mismos que están dentro de ese parlamento o de esa institución ya se están limpiando las suelas de las botas y la dentadura de madera con la ley y la Constitución.
Lo mismo da Trump que Iglesias que Puigdemont. Rechazan las reglas democráticas, proclaman que el sistema está corrupto y que devolverán el poder al pueblo"
Para la república de los ocho segundos, por ejemplo, no fue necesario invadir el Parlament ni poner a un caballo en una silla presidencial. Los propios parlamentarios indepes eran los asaltantes y los paletos que se cagaban en los jarrones y en las leyes como se caga en la paja. Y eso no hace menos grave la sedición, el golpe, sino al contrario. Es como si Trump no hubiera tenido que arengar a sus sans culottes de ruló y a sus cowboys terraplanistas hacia el Capitolio porque ya hubiera tenido allí una mayoría dispuesta a obedecerle. Como si Pence hubiera impedido la ratificación de Biden desde su sillita alta como una mecedora de porche, proclamando encarnar la "voluntad popular", mientras la mitad de los congresistas y senadores aplaudían con cara de gaitero. Para qué va a necesitar uno que entre un barbudo con banjo teniendo ya eso. Salvo en el tamaño, en el alcance, en que se trataba únicamente de un parlamento regional, la verdad es que las comparaciones hasta se nos quedan cortas.
No es lo mismo, insisten, quizá porque Puigdemont no tenía maletín nuclear, ni los de Iglesias llegaron a entrar en el Congreso a parar la investidura de Rajoy pese a las ganas (¿qué hubieran hecho si les hubieran permitido entrar?), ni los Jordis y sus amigos son los Village People, si acaso La Charanga del Tío Honorio. No es lo mismo pero hay similitudes, y no se trata de hacer una equivalencia científica, sino de azuzar nuestra precaución. He recordado que el popular libro de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las democracias, empieza advirtiendo precisamente contra ese tono de suficiencia del "aquí no puede pasar eso" y "no tiene nada que ver". Luego, te das cuenta de que lo mismo Trump que Iglesias que Puigdemont, más otros que asoman la patita, van encajando en los capítulos del libro: rechazan las reglas democráticas, proclaman que el sistema está corrupto y que devolverán el poder al pueblo, niegan la legitimidad del adversario, justifican la violencia cuando es la suya, restringen libertades, monopolizan la verdad a la vez que atacan a los medios, usan las leyes y normas de manera filibustera y ventajista, desmantelan los mecanismos de control, colonizan las instituciones, buscan acaparar todos los poderes del Estado... ¿No es comparable, dicen?
En The New York Times, Bret Stephens apartaba el foco de los asaltantes, de toda esa tribu de payasos de rodeo, para decir que Ted Cruz, el propio Pence y otros contumaces de la causa, además por supuesto de Trump, "han hecho al final más daño al Congreso que la turba que, siguiendo simplemente su liderazgo, lo destrozó físicamente". No son los peleles ignorantes que llegan desde su sótano de latas de alubias y fusil de patatas a romper cristales, sino los líderes, los que ya estaban dentro, en las instituciones y en los partidos, consintiendo el desmantelamiento y el socavamiento de la democracia, negando el imperio de la ley, justificando y apoyando el autoritarismo, los bulos, las falacias, la violencia, y declarando anatema al adversario. ¿Y no se puede comparar, dicen? No es, como tuiteaba Iglesias, sólo cosa de la "ultraderecha", sino del populismo, que no es una ideología sino un método. Aunque quizá piensan ustedes todavía que lo de Estados Unidos no es comparable porque aquí no tenemos a los Village People sino, como mucho, a Miguel Bosé.
Aquí no asaltan el parlamento los Village People, ni un señor con gorro de búfalo como si fuera Pedro Picapiedra. Aquí no se ha llegado a sentar en el despacho del presidente de una cámara legislativa un paleto con peto de espantapájaros y dentadura de alambique. Aquí los que han rodeado los parlamentos, las instituciones y los funcionarios eran cuadros flamencos, tractoristas románticos con su tractor como un Cadillac, coros de voces blancas, virtuosos de la pandereta, abanderados olímpicos, idealistas de bicicletilla ratonera y pastorcillos de belén o de musical. Y eso, aseguran, no es comparable. La gente no dice que no hay que rodear ni asaltar los parlamentos ni violentar la legalidad, sino que cuando lo hacen ellos no es lo mismo.
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