En un artículo titulado Reuniones y manifestaciones ante la sede de los Parlamentos, Fernando Sáinz Moreno describe cómo, durante mucho tiempo, “los vecinos de Madrid sintieron intensamente la vida de la Cámara”, no tanto por lo que sucedía en el interior de la sede parlamentaria sino, especialmente, por las protestas y algaradas, muchas veces violentas, que se producían en el exterior. “El enarenado de la Carrera de San Jerónimo, desde la Puerta del Sol hasta la Plaza de Neptuno, era un mal presagio. La caballería, situada en la calle de Floridablanca, también enarenada, esperaba a los manifestantes con los sables preparados que, luego, la fuerza esgrimía, envainados o desenvainados, según la magnitud del «alboroto»”.
Los ordenamientos jurídicos de muchas democracias recogen disposiciones encaminadas a proteger la sede parlamentaria frente a los excesos de actos de protesta que se produzcan en el exterior, tratando de garantizar tanto el funcionamiento sin injerencias de la institución como el respeto al derecho fundamental a expresar libremente toda clase de reivindicaciones en un lugar tan emblemático como las puertas del órgano legislativo.
La eventualidad de que un desbordamiento de los caudales de la ira social, jaleado por unos u otros, pueda llegar a anegar peligrosamente las bases de la institución parlamentaria
Las manifestaciones ante las Cámaras forman parte de la normalidad democrática y, lejos de debilitar a la institución representativa, son indicativas de su centralidad en la ordenación de la convivencia, aunque en ocasiones esta posición central signifique que se conviertan en escenario privilegiado para expresar el malestar de los ciudadanos.
Nuestra Constitución garantiza la inviolabilidad de las Cortes Generales lo que, lejos de ser un privilegio caprichoso para guarecer a los poderosos, es una prerrogativa funcional, que se justifica por su íntima conexión con las funciones constitucionales que tiene encomendadas la institución parlamentaria. Como afirmó el Tribunal Constitucional en su Auto 147/1992, de 27 de abril, el correcto entendimiento de dicha inviolabilidad estriba en considerarla una “condición necesaria” para asegurar la plena independencia en la actuación del órgano legislativo.
La injustamente denostada Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana, aprobada en 2015, generó una acalorada polémica acerca de la tipificación como infracción de “la perturbación grave de la seguridad ciudadana que se produzca con ocasión de reuniones o manifestaciones frente a las sedes del Congreso de los Diputados, el Senado y las asambleas legislativas de las comunidades autónomas, aunque no estuvieran reunidas, cuando no constituya infracción penal”. Las formaciones políticas que entonces ejercían la oposición y hoy apoyan al Gobierno interpusieron un recurso de inconstitucionalidad contra éste y otros preceptos de la nueva Ley, calificándolos de regresivos y contrarios a las libertades públicas que protege la Constitución.
La Sentencia del Tribunal Constitucional 172/2020, de 19 de noviembre, ha zanjado este debate -artificial como tantos otros- afirmando que este artículo “constituye una medida idónea para el logro efectivo de los dos fines legítimos a que ese precepto legal sirve” y tales fines consisten en evitar que se perjudique el normal funcionamiento del órgano parlamentario o que se produzca una “desconsideración del símbolo encarnado en las sedes parlamentarias”.
La voz del pueblo solo consiguen escucharla algunos elegidos, convertidos en intérpretes indiscutibles del nuevo soberano y en artífices de una dialéctica de confrontación
Sorprendentemente, esas mismas formaciones políticas que solicitaban la declaración de inconstitucionalidad han permitido, ahora desde el Gobierno, la supervivencia de los preceptos que, según sus postulados, envenenaban nuestra calidad democrática.
El contexto de protesta, incluso indignación, que motivó la especial protección de la institución parlamentaria tenía como trasfondo un lema que, no por muchas veces repetido, resulta menos inquietante, como es el célebre “no nos representan”. Esa consigna fue, durante algunos años, la expresión de un descontento que, siendo irreprochable como sentimiento, planteaba una peligrosa deriva en su canalización, pues llevado a sus últimas consecuencias, no es otra cosa que un cuestionamiento total de las instituciones y procedimientos en los que se basa la democracia liberal.
Un cuestionamiento que se realiza en nombre de un pueblo de voluntad monolítica, abandonado por aquellos que solo se han dedicado a parasitar el sistema. La voz del pueblo solo consiguen escucharla algunos elegidos, convertidos en intérpretes indiscutibles del nuevo soberano y en artífices de una dialéctica de confrontación: lo nuevo frente a lo viejo, la casta frente al pueblo y otras variantes del binomio amigo-enemigo, disolvente que Carl Schmitt arroja sobre los postulados del liberalismo político. Nostalgia del soberano es el acertado diagnóstico que Arias Maldonado hace de ese preocupante fenómeno de nuestros días.
Precisamente la eventualidad de que un desbordamiento de los caudales de la ira social, jaleado por unos u otros, pueda llegar a anegar peligrosamente las bases de la institución parlamentaria, aconseja tomar medidas para salvaguardar los engranajes del sistema constitucional y disuadir actuaciones tumultuarias como la que hemos podido contemplar atónitos en el Congreso de los Estados Unidos.
La partitura de tan estremecedores sucesos es, sin duda, ese mismo eslogan, el muy falaz “no nos representan”, adaptado, en este caso, a la transición en la Presidencia de un país que escribía páginas memorables para la democracia constitucional cuando la mayor parte del mundo todavía creía sin fisuras en el origen divino del poder. Sin embargo, este 7 de enero de 2021 nos ha dejado algunas de las imágenes más tristes y bochornosas del delicado estado de salud de aquella democracia americana que fascinó a Tocqueville.
Se trata de valores de nuestra cultura cívica que, si se abandonan, pueden hacer que nos encontremos rodeados de grotescos individuos enfurecidos con grandes cuernos
La democracia liberal se sustenta sobre instituciones, procedimientos, normas, sin duda, pero también sobre algo tan relevante como frágil, que Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su obra Cómo mueren las democracias denominan con acierto “los guardarraíles de la democracia”. En el caso de Estados Unidos, los autores concretan esos guardarraíles en dos reglas: la tolerancia mutua y la contención institucional. Los sucesos del Capitolio han mostrado un preocupante descarrilamiento, precisamente porque no han funcionado los guardarraíles y, en concreto, el primero de ellos: la tolerancia mutua que implica, entre muchas otras cosas, respetar al adversario.
Los hechos de Washington confirman la certera advertencia que desde hace años vienen realizado muchos intérpretes de la vida política contemporánea, especialmente en el mundo occidental, tras la amarga frustración de aquel sueño de expansión planetaria del modelo democrático liberal que Francis Fukuyama anticipó, con exceso de optimismo, en El fin de la Historia. Lejos de aquel pretendido fin de la Historia, la democracia liberal, como observa Edmund Fawcett en Sueños y pesadillas liberales en el siglo XXI, “no será apuntalada a menos que se restablezca la autoridad y el prestigio del gobierno liberal, lo cual representa una tarea enorme con múltiples elementos”.
Entre tales elementos, no olvidemos los guardarraíles, aquellas infraestructuras que ni siquiera vemos, pero que permiten el tráfico fluido, el aumento de la velocidad e incluso las curvas cerradas, sin que los vagones se salgan de los postulados de la democracia liberal. Se trata, fundamentalmente, de valores de nuestra cultura cívica que, si se abandonan, pueden hacer que nos encontremos rodeados de grotescos individuos enfurecidos con grandes cuernos, ocupando la sede que tantas lecciones de democracia ha dado al resto del mundo. Y ojalá pueda seguir dándolas muchos siglos más.
Francisco Martínez
Profesor de Derecho Constitucional y Abogado.
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