La condena por parte de los demócratas del mundo entero de lo sucedido  el miércoles pasado en el Congreso es unánime y todos apuntan a un instigador principal, pero no único, del asalto a la sede de la soberanía popular con la intención evidente, y parcialmente lograda por unas horas, de quebrantar el principio de inviolabilidad parlamentaria, un principio sagrado porque es el que garantiza la representación efectiva de esa soberanía.

Donald Trump ha liderado a las masas de fanáticos que participaron en ese asalto y ha sido él quien les ha convocado en los alrededores del Capitolio y quien les ha azuzado para que entraran en él por la fuerza e impidieran el desarrollo de la sesión conjunta de ambas Cámaras en la que se iba a certificar la victoria del demócrata Joe Biden en las elecciones del pasado noviembre.

Él es el culpable, sin ninguna duda, y no se puede permitir en modo alguno que llegue al 20 de enero ocupando su puesto de presidente sin que el Poder Legislativo haya tomado alguna medida, factible y realizable en tan poco espacio temporal, para anular su poder como presidente y para sentar las bases para que comparezca ante la Justicia por haber protagonizado el mayor ataque a la democracia y a la Constitución de Estados Unidos de toda su Historia.

Trump, que lleva desde antes de ganar las elecciones de 2016 en las que se enfrentó a Hillary Clinton deslegitimando los resultados si no le daban a él como ganador y ha pasado los últimos cuatro años socavando los cimientos del sistema democrático de EEUU y practicando una política verdaderamente tóxica y disolvente que ha acrecentado la brecha ya existente de división en la sociedad en la sociedad norteamericana, es el responsable de los gravísimos hechos que han dejado al mundo escandalizado y estupefacto.

Todos los que distribuyeron urbi et orbi las acusaciones de fraude son únicamente un punto menos responsables que el autor de esa estrategia"

Pero ha tenido muchas ayudas para llevar a cabo su catastrófica gestión en este aspecto. Todos los que, desde que se empezaron a conocer los resultados electorales que apuntaban a una victoria de Biden en los estados clave, distribuyeron urbi et orbi las acusaciones de fraude son únicamente un punto menos responsables que el autor de esa estrategia de deslegitimación de las elecciones.

Y son responsables también junto con Donald Trump, y en la misma medida que él,  de haber exasperado hasta la locura a ese hatajo de vándalos que el miércoles asaltó el Capitolio, enardecidos todos por el fulminante efecto de un mensaje que siempre da resultado: el de decirle a la gente que es víctima de un abuso, de una injusticia, de un maltrato.

Todo gobernante sin escrúpulos tiene el éxito asegurado si sabe manejar ese resorte y Donald Trump se ha dedicado a ello todos y cada uno de los días de los últimos cuatro años sin que nadie en su partido, nadie, se haya puesto en pie y haya alzado la voz para impedir, o al menos atemperar, el profundo daño que su presidente estaba infligiendo a la sociedad norteamericana. 

Al contrario, la mayor parte de sus congresistas y sus senadores le ha seguido el juego que culminó anteayer con el dantesco espectáculo de la muchedumbre entrando en la sede del parlamento de EEUU, la primera democracia, y creíamos que la más asentada, del mundo.

Y una prueba de la connivencia de los responsables del Partido Republicano con lo que sucedió el miércoles es la pasividad culpable a la hora de proteger el Capitolio de un ataque que ninguno puede decir que le cogiera por sorpresa porque Trump llevaba semanas arengando a sus seguidores y animándoles a acudir a  Washington para impedir la "consumación del fraude, del robo de las elecciones". ¿No sabían los miembros de su gobierno que existía el riesgo de que ocurriera lo que finalmente ocurrió, no habían escuchado a su presidente arengar a las masas contra el robo de su pretendida victoria electoral?

Lo digo porque, al contrario de lo sucedido esta vez, todos hemos visto en el verano de 2020 el formidable despliegue de fuerzas de la Guardia Nacional que protegía el Capitolio con motivo de las manifestaciones de protesta por la muerte a manos de la Policía del afroamericano George Floyd.

De hecho, Donald Trump amenazó en aquella ocasión con invocar la Ley de Insurrección —lo cual suponía desplegar tropas— para contener las protestas contra el racismo y la violencia policial en el país. El entonces secretario de Estado de Defensa, despedido fulminantemente tras conocerse la derrota de Trump en las elecciones de noviembre,  se opuso en aquel momento porque consideró que esa medida que pretendía aplicar el presidente debería adoptarse "sólo en las situaciones más urgentes y graves" y "no estamos en una de esas situaciones ahora", afirmó.

En el país con más agencias de seguridad de todo Occidente es obligado averiguar por qué no existía ningún plan de seguridad capaz de hacer frente a las manifestaciones"

Pero, eso sí, el Capitolio quedó férreamente blindado entonces por la Guardia  Nacional que, sin embargo, el miércoles pasado no recibió la orden de Trump hasta que los manifestantes ya habían asaltado las dependencias de las Cámaras y obligado a suspender la sesión conjunta que debía certificar la victoria electoral de Joe Biden. Hasta dos horas después del desastre la única protección de que gozaron el edificio y los congresistas  y senadores fue la que pudo malamente proporcionar la Policía del Congreso, en clara minoría frente a los asaltantes.

Esto no es casualidad. En el país con más agencias de seguridad de todo Occidente es obligado averiguar por qué, con el clima político incendiario que Trump llevaba semanas provocando, no existía en esta ocasión ningún plan de seguridad capaz de hacer frente a las manifestaciones que ya se habían anunciado y que derivaron en el asalto posterior al Capitolio. Ahí hay una responsabilidad probablemente delictiva y, sin duda, una voluntad política consciente y deliberada destinada a favorecer, o a no impedir, los gravísimos sucesos que han espantado y puesto en alerta a las democracias de todo el mundo.

Por eso digo que Donald Trump es el principal responsable de este ataque a los cimientos de la democracia norteamericana y el autor de esa estrategia disolvente de los principios que la sustentan. Pero hay otros muchos que han participado en la tarea y que el miércoles pasado contribuyeron por acción o por omisión a que ese ataque se consumara de manera tan execrable.

Ahora los responsables de Twitter, Facebook, Instagram y demás empresas de redes -que han sido su principal instrumento para la destrucción causada- se descuelgan anunciando que cierran las cuentas del todavía presidente por los daños que pueda hacer al país. Demasiado tarde.

Al margen de eso, y por lo que se refiere a España, muchos comentarios se han hecho en las últimas 24 horas en nuestro país equiparando lo sucedido en Washignton con aquella manifestación convocada en Madrid por la izquierda antisistema -no por Podemos, aunque la aplaudiera- en 2016 bajo el lema 'Rodea el Congreso'. Pero hay que decir que no son situaciones comparables.

Primero, porque "rodear" el Congreso dista mucho, muchísimo, de "asaltar" el Congreso, cosa que en ningún momento sucedió, entre otras cosas porque el palacio de San Jerónimo estaba fuertemente custodiado por la Policía y seguramente porque tampoco estaba en las intenciones de los convocantes cometer un delito de esa magnitud en un momento en que la Cámara estaba en plena actividad legislativa.

Y segundo, porque a la extraordinaria gravedad del asalto en sí a la Cámara norteamericana se suma la gigantesca fechoría del probable delito cometido por el presidente del país que ha desempeñado el papel de instigador del ataque físico, político y moral a la sede de la soberanía popular, que es la base de la Constitución de la democracia norteamericana.

Nadie entendería hoy que si Trump acaba recibiendo el castigo merecido, Biden terminara indultándole con el argumento de que 'cerrar heridas'"

Por lo tanto, con ser condenable todo altercado que tenga como propósito alterar o coaccionar la acción de los representantes elegidos por los ciudadanos, hay que decir que la de España y la de EEUU no son, ni de lejos, situaciones similares.

Más proximidad tiene, sin embargo, en lo que se refiere al desprecio y la violación de la ley y a la estrategia de la imposición política por la vía de los hechos, lo que sucedió en Cataluña en septiembre y octubre de 2017, con lo que ha sucedido hace dos días en el Congreso norteamericano.

Es la consecuencia nefasta para cualquier Estado de Derecho de todo populismo que llega a alcanzar el poder y busca desde el primer instante la imposición de su voluntad por encima de las leyes y la división de la sociedad basada en esa falsaria y disolvente dicotomía debilitadora de las sociedades: la del "ellos" y "nosotros". Y eso es lo que pasó en 2017 en Cataluña y lo que sigue ocurriendo hoy.

Nadie entendería hoy, por ejemplo, que si Trump acaba recibiendo el castigo merecido, Joe Biden terminara indultándole con el argumento de que "todos hemos cometido errores y debemos cerrar heridas". Nosotros tampoco en lo que a los sucesos españoles respecta.

Las democracias han, hemos, de estar permanentemente vigilantes y dispuestas siempre para la autodefensa. Y nunca bajar la guardia.

La condena por parte de los demócratas del mundo entero de lo sucedido  el miércoles pasado en el Congreso es unánime y todos apuntan a un instigador principal, pero no único, del asalto a la sede de la soberanía popular con la intención evidente, y parcialmente lograda por unas horas, de quebrantar el principio de inviolabilidad parlamentaria, un principio sagrado porque es el que garantiza la representación efectiva de esa soberanía.

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