La semana que dejamos atrás, primera de este nuevo año 2021, pasará a la historia, lamentablemente, como aquella en la que asistimos en directo a uno de los ataques más graves contra la libertad y contra la democracia en el último siglo y medio. Instigados por un enloquecido Donald Trump, ya casi ex-presidente de los Estados Unidos, varios miles de sus igualmente enloquecidos y manipulados partidarios tomaron al asalto las instalaciones del Capitolio de Washington, sede de las Cámaras Legislativas de la que considerábamos la democracia más importante del mundo. Una incontrolable horda de fanáticos que interrumpieron la proclamación oficial de unos resultados electorales que debían consagrar a Joe Biden como el cuadragésimo sexto presidente de los EEUU. El resultado lo conoce ya el mundo entero: cuatro personas muertas y un daño reputacional casi irreparable para la historia de aquella gran nación y su democracia.
He escrito decenas de artículos en los últimos cuatro años acerca de la figura de Trump. Todos conocen mi opinión. Incluso cuando era altamente impopular expresarse en voz alta en estos términos yo ya sostenía que el excéntrico multimillonario de pelo rojizo no era más que un loco manipulador. Un narcisista con rasgos psicopáticos, racista, sexista, homófobo. Un charlatán, sin ética alguna, convertido en presidente de los Estados Unidos por esos inexplicables azares del destino, pero altamente peligroso, para su nación y para el mundo entero. Donald Trump se ha comportado durante esta legislatura como un antilíder de manual. Ha gobernado con una absoluta falta de empatía y de interés real hacia sus conciudadanos y hacia su país. Conviene no olvidar que hablamos de un individuo que, en el colmo de su paroxismo, llegó a recomendar públicamente a sus compatriotas, en los peores momentos de la pandemia, inyectarse ácido para luchar contra el virus. Un tipo enormemente peligroso. Un populista que con sus mentiras, lanzadas al mundo a golpe de tuits, ha sembrado el país de su semilla del mal, manipulando la población, dividiendo el país y gobernando solo para los suyos. Su recetas llenas de odio han herido de gravedad la democracia americana y probablemente tardaremos generaciones para volver a recuperar el camino perdido.
Un claro intento de golpe de Estado
Las escenas que contemplamos en la tarde noche del pasado 6 de enero eran más propias de un país bananero que de la democracia más avanzada del mundo. Increíbles imágenes en las que pudimos ver cómo el Servicio Secreto evacuaba al vicepresidente Mike Pence y conducía a los congresistas a un lugar seguro, más propias de un film en el que fuera recreado un golpe de estado en cualquier país centroafricano que de la vida real. Unos sucesos bochornosos inducidos por un psicópata que, a buen seguro, acabará respondiendo penalmente por ellos. Un tarado que, apenas una hora antes, empujaba a gritos a los suyos a marchar sobre el Capitolio para, consumado el atropello, pedirles que regresaran pacíficamente a sus casas, pero sin condenar los hechos. Los sucesos del Capitolio son, directamente, un acto de terrorismo supremacista blanco, premeditado y criminal. Trump debería haber sido inmediatamente inhabilitado en virtud de la enmienda 25 y juzgado por lo que a todas luces ha sido un evidente intento de golpe de Estado.
La experiencia gubernamental de Donald Trump me recuerda, casi milimétricamente, a la del malhadado Silvio Berlusconi, aunque sin consecuencias tan dramáticas. Otro sujeto sin escrúpulos y de dudoso equilibrio mental que, para huir de los múltiples problemas judiciales derivados de la praxis delincuencial con la que administró su imperio empresarial, se metió en política con las consecuencias de todos conocidas. Tal vez la única diferencia radique en que el que fuera presidente de Italia llegó a intentar implementar reformas legislativas que le blindaran ante la justicia. A Trump no le ha dado tiempo.
Superada la euforia y la emoción colectiva que siempre provocan los primeros días de cada nuevo año, mucho me temo que debemos cuanto antes encarar la realidad. 2021 va a ser el año en el que la DEMOCRACIA deba superar la prueba definitiva que para su supervivencia supone la extensión, como si de una nueva peste se tratara, de los nacionalpopulismos a lo largo y ancho del mundo. Creíamos que nuestros sistemas democráticos, y por extensión nuestras sociedades, contaban con los contrapesos suficientes para eludir estos peligrosos fanatismos, pero nos equivocamos.
Aquí en España, concretamente en Cataluña, hemos sufrido experiencias parecidas en las ocasiones en las que los independentistas han rodeado el Parlament tratando de impedir por la fuerza el normal desempeño de las instituciones.
Los “antilíderes… y los locos que les secundan
Lo peor de todo cuanto hemos vivido en los últimos días no son los antilíderes en sí, sino el hecho de que millones de fanáticos se enganchen a su venenoso mensaje y los sigan, como si de una multitudinaria secta se tratase. Millones de personas dispuestas incluso a entregar su vida por unas recetas de odio que solo aprovecharán a estos nuevos dictadores o aprendices de ello. El porqué de que 75 millones de norteamericanos hayan votado a un sujeto como Trump debería ser una razón de peso para que TODOS hiciéramos un profundo examen de conciencia acerca de qué ha fallado en nuestras modernas y desarrolladas sociedades. Hay quien ha querido reducir todo esto, desde una suicida equidistancia, a una charlotada propia de varios centenares de locos disfrazados de pieles rojas o granjeros llegados a la capital desde los rincones más profundos de un país que, más allá de las grandes avenidas de Chicago o de New York, también existe.
Desgraciadamente es mucho más que eso. Es la semilla de un odio suicida que, si no se combate a tiempo, conducirá a América a una situación muy similar a la vivida en la Alemania de enero de 1933, por ejemplo, en la que millones de alemanes fanatizados elevaron al poder absoluto a un criminal enloquecido de odio y de sed de poder.
Culpables somos en parte todos, sí, pero en primer término las propias estructuras del Partido Republicano y sus principales cuadros que, durante años, han permitido a este energúmeno campar a sus anchas sin freno alguno. Culpables son también la mayor parte de dirigentes mundiales y su complacencia, comenzando por el nuevo zar ruso, Vladimir Putin, que no han hecho absolutamente nada por impedir la progresión de este sujeto. Algo, sencillamente, inaceptable. Tarde llegan las primeras dimisiones en el seno de su equipo gubernamental, como la de la Secretaria de Transportes, Elaine Chao, que en un comunicado hecho público el pasado jueves día 7 calificaba el asalto al Capitolio como un "acto traumático y totalmente evitable" y denunciaba que los gravísimos hechos se producían tras una arenga pública del que, hasta horas antes, era su jefe político.
Candidato al Nobel de la estupidez… y al banquillo
Sería de risa, si no fuera por lo tremendamente grave de la situación, atender a los lamentos públicos contra la "censura" de los panegiristas que aún le quedan a Trump dentro y fuera de su país por el bloqueo de sus cuentas en redes sociales. Aquí, en España, Vox acaba de patrocinar una moción para que Europa apoye el Nobel de la Paz para Trump. No se rían, no… les prometo que es así. Yo, por mi parte, voy a apadrinar una moción para que el Mundo apoye para él el Nobel a la estupidez política. Y hago votos desde este momento para que se enjuicie a Trump por su intento de golpe de Estado. Desgraciadamente, tanto en los Estados Unidos como fuera de allí, hay demasiada gente que siguen apoyando estas necedades… hay demasiado supremacismo oculto. Lo curioso, por no decir repugnante, es que dentro de pocos meses serán muy pocos los que reconozcan que alguna vez en su vida fueron “trumpistas”. Verán cómo el tiempo me da la razón.
La semana que dejamos atrás, primera de este nuevo año 2021, pasará a la historia, lamentablemente, como aquella en la que asistimos en directo a uno de los ataques más graves contra la libertad y contra la democracia en el último siglo y medio. Instigados por un enloquecido Donald Trump, ya casi ex-presidente de los Estados Unidos, varios miles de sus igualmente enloquecidos y manipulados partidarios tomaron al asalto las instalaciones del Capitolio de Washington, sede de las Cámaras Legislativas de la que considerábamos la democracia más importante del mundo. Una incontrolable horda de fanáticos que interrumpieron la proclamación oficial de unos resultados electorales que debían consagrar a Joe Biden como el cuadragésimo sexto presidente de los EEUU. El resultado lo conoce ya el mundo entero: cuatro personas muertas y un daño reputacional casi irreparable para la historia de aquella gran nación y su democracia.
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