La Puerta de Alcalá era como un mamut en la nieve y los poetas de rotonda eran como icebergs de la civilización. La nieve no ha sepultado Madrid, sino que lo mejor de la ciudad y de la gente todavía se veía, flotando como muebles señoriales o como ángeles de corcho. A quien no se ha visto es a Sánchez, que se diría que tiene la altura y la flotabilidad de una maceta de hormigón. Sánchez ya había desaparecido en la nieve de viruta de la Navidad, así que imaginen en este nevadón real e histórico que ha hecho derrapar a los palacios y a los hotelazos y ha congelado el mar de asfalto de Madrid, con todas sus olas neoclásicas, como si fuera una pila bautismal.
Madrid se quedaba sostenido por sus puentes de hielo y sus blancas cenefas de dioses, mientras la gente hacía maratones en esquís para acudir a los hospitales o llevar comida a los que seguían atrapados en sus coches como en diligencias rotas en la nieve. Salía alguien en trineo para llevar un potito o salía un aventurero a por el pan o salía un trabajador municipal a cazar un gran cachalote con forma de autobús. Salía Almeida a la nieve como una ardillita nerviosa y salía Ayuso siquiera para pedir que cogiéramos la pala, pala que llegó a coger Casado, no demasiado mal pero un poco como si cogiera un violín, y pala que rechazaba la izquierda por principios (igual que hay una derecha mandando siempre a la gente a coger el pico y la pala, hay una izquierda que no sabe qué es eso porque cree que el Estado tiene que ir por delante poniéndole los escalones como a las guapas se les pone el abrigo en el charco).
Sánchez se pierde en la nieve como una margarita y se pierde en los problemas como esa gente que se pierde a la hora de pagar
Salía hasta Cristina Pedroche a hacerse una foto desnuda en la nieve como una pagoda tibetana de huesos, como una fuente de champán pija que se heló en el jardín. Pero el que no salía, ni siquiera para posar como un aviador en la nieve o Bisbal en la nieve o Paris Hilton en la nieve, era Sánchez. Sánchez se pierde en la nieve como una margarita y se pierde en los problemas como esa gente que se pierde a la hora de pagar. Igual que nos ha parecido que con la nieve no había virus, nos ha vuelto a parecer que no hay presidente del Gobierno. Estaban los políticos locales con gorro de ventisca y mapa de asedio, estaban los guardias municipales como antiguos serenos con grandes llaves nevadas de convento o de pensión, estaban los particulares haciendo salvamentos militares y estaban los militares haciendo ingeniería civil y caldos vecinales; estaban los sanitarios con turnos de galeote y estaban los moteros con misiones de monja. Lo que no sabe nadie es qué estaba haciendo Sánchez.
Sánchez es como un friolero de las responsabilidades, un modelo de verano como aquel Curro de las vacaciones, un galán de hamaca y cocotero, un héroe que sólo posa aceitado en el atril igual que posaba en los pósteres Van Damme, no más que el tiempo de la falsa patada voladora o del crujido de ingle. Luego, Sánchez se borra, se pierde, se derrite en bañeras de Cleopatra o se duerme en sábanas de Lorenzo Lamas. Nos dejó solos con el virus una vez que se hizo la foto con él, como un cazador con cocodrilo embalsamado, y nos dejó solos con el temporal y con la vacuna, que a lo mejor él piensa que son cosas que nos tiene que solucionar el vendedor de paraguas o el lechero. Sánchez llega tarde, llega incluso después de Marlaska, que parecía salir del calabozo del cuerpo de guardia, y después de Ábalos, que parecía salir, como siempre, de la güisquería. Pero cuando Sánchez llega ya ha terminado todo, como la policía que llega al final del telefilme, sólo para asustarse de las llamas y poner una mantita sobre algún superviviente. Él prefiere las emergencias sin emergencia igual que prefiere los comités de expertos sin expertos.
Sánchez se pierde en la nieve como se pierde un guante, se pierde en los sucesivos fines del mundo como se pierden los niños de las películas, se pierde en la responsabilidad como todos los playboys y se pierde en la gobernanza como un emperador que sólo quiere circo. La Gran Vía era como todos sus gibsons derramados, y el Retiro, blanquísimo, se sostenía mágicamente sobre su luz como la luna congelada de los poetas y las estatuas. Madrid parecía querer seguir con su vida, bello y atareado, como querría seguir sonando un gran piano de concierto lleno de nieve. La gente salía a jugar o salía a ayudar, ante la mirada de las diosas como Estatuas de la Libertad medio enterradas y el lento avance de los edificios como altos buques rompehielos. Lo mejor de la ciudad se había quedado sujeto como un ancla desde el cielo y lo mejor de la gente se movía por el frío como gotas por un cristal. Pero Sánchez, ese gran ego con tamaño y espesor político de muñeco de jengibre, no estaba. O si estaba había desaparecido, se lo había tragado un desagüe o un seto o el pequeño alud de un bordillo o de un dedalito de nieve.
La Puerta de Alcalá era como un mamut en la nieve y los poetas de rotonda eran como icebergs de la civilización. La nieve no ha sepultado Madrid, sino que lo mejor de la ciudad y de la gente todavía se veía, flotando como muebles señoriales o como ángeles de corcho. A quien no se ha visto es a Sánchez, que se diría que tiene la altura y la flotabilidad de una maceta de hormigón. Sánchez ya había desaparecido en la nieve de viruta de la Navidad, así que imaginen en este nevadón real e histórico que ha hecho derrapar a los palacios y a los hotelazos y ha congelado el mar de asfalto de Madrid, con todas sus olas neoclásicas, como si fuera una pila bautismal.
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