Sánchez se ha convertido en espejo de tanto mirarse en los espejos y se ha convertido en botones de tanto salir de sus cochazos. No es ya que se esconda o que no le veamos, sino que, aun en la familiaridad, no le prestamos atención, como a un actor español. De tanto sacudirse el bicho como arena de su cuerpo bronceado, Sánchez ha conseguido ser irrelevante para lo que importa, para lo que nos preocupa, sea este nevadón en el que nevaron estatuas enteras o sea el virus que se vuelve a cachondear de los allegados del Gobierno. Quiero decir que cuando pasa algo ya sólo esperamos a ver qué dicen Illa, Simón, Ábalos, Marlaska, Margarita Robles, Ayuso, e incluso María Jesús Montero, que es como esperar a ver qué dice María Jiménez. Sánchez no ha delegado en las autonomías, sino en un montón de secundarios como de Aída.
Cuando pasa algo ya sólo esperamos a ver qué dicen Illa, Robles, e incluso María Jesús Montero; Sánchez no ha delegado en las autonomías, sino en un montón de secundarios"
No tenemos presidente, tenemos a un señorito encamado, todo el día con redecilla para el pelo y percha para los bigotes y albornoz con monograma de hotel o de ministerio, que sólo se levanta para comer y para acudir a los bailes, como aquel tío cursi y gorrón del protagonista de Amarcord. Sánchez ya sólo sale para sus cosas telecinquistas, esas cosas como de citas calentorras o yincanas calentorras o divanes calentorros o sofritos calentorros en las que consiste su politiquilla de pactos, quereres, morritos y gambones. Cuando por fin aparece para pisar una nieve con moqueta, lo que parece es que ha llegado Sergio Ramos a recoger un trofeo con forma de bota de drag queen; cuando por fin aparece para mirar una pantalla como el que mira por la lavadora, lo que parece es un pez que te mira desde la pecera.
Sánchez está perdido o acobardado, ya no gobierna ni en las apariencias, sólo visita sitios como una infantita, con esa mano de manivela y esa cola de acuarela de las infantitas, o se dedica a esa politiquilla futbolera que le hace hablar como un entrenador atrancado de latiguillos. Un gobernante se puede equivocar, un mal gobernante se puede equivocar mucho, pero Sánchez ha desertado de gobernar y ha dejado ahí a una tropa de teloneros, tronistas, palanganeros, cupletistas, payasos de tarta y mujeres barbudas que al final tampoco tienen la misión de gobernar, sino de comerse los marrones, desviar los tiros y gastar tiempo de telediario para que no salga la gente muerta, espantada o aterida.
Mucho peor que gobernar mal es no gobernar, y Sánchez ya no gobierna. Es imposible gobernar menos cuando resulta que las crisis históricas mundiales las tienen que solucionar los alcaldes, los barrenderos y los señores de mesón de las autonomías. Sánchez no gobierna, o nadie gobierna, o no importa en realidad si se gobierna o no. Las vacunas las están poniendo según les cuadran en el calendario de Adviento del frigorífico, como Ayuso, o hay quien, como Fernández Vara, prefiere alimentar el negacionismo a admitir su incompetencia. La tercera ola, en fin, parece que la va a intentar parar cada uno en su pueblo con su perolada y su patrón, o ni siquiera van a intentar pararla porque igual que un barón se levanta con destemplanza de vacunas se puede levantar descreído del virus y arruinar toda la estrategia contra el contagio. Ése es el peligro de no tener gobierno.
Sánchez está perdido o acobardado, ya no gobierna ni en las apariencias, sólo visita sitios como una infantita"
Sánchez no gobierna y es tentador y cínico pensar que quizá eso no es tan malo. Si en la Bodeguilla de la Moncloa se pusieran a tomar decisiones sobre el virus en vez de usar la pandemia como iglú de Sánchez, o como tablaíllo para ese Illa de Sacromonte catalán que parece ahora el ministro; si se hiciera esto, decía, puede que entonces conociéramos realmente el fin del mundo, que se parecería bastante a volver a empezar, a regresar a marzo con el aplausómetro y la galleta mientras pasa a nuestro lado, silenciosa y apretada, la maderada de los muertos. Sin embargo, uno sigue pensando que hay cosas que sólo puede hacer, cuadrar, organizar y optimizar el gobierno. Uno sigue pensando que hay un término medio entre borrarse de toda responsabilidad y ese Sánchez que se ponía en el atril o al timón como un falso capitán de Vacaciones en el mar, rodeado de militares como dolorosas sevillanas. Y ese término medio es quizá sólo un mínimo: un mínimo de organización, de plan, de liderazgo, de orden.
Sánchez ha pasado de sinuoso a invisible y de héroe a camarero. Ya no le prestamos atención así salga de esmoquin o de tuno o con bata blanca de George Clooney, porque ya no lo vemos como presidente malo o bueno, sino que no lo vemos de presidente, como no vemos de médico a Clooney. Queriéndose alejar del virus, se ha revelado prescindible o superfluo. Ya no le prestamos atención, al menos en eso en lo que nos va la vida ahora. Luego, claro, salen Iglesias, Otegi, Puigdemont y tal, y nos damos cuenta de que aún gobierna, de que Sánchez no deja de hacer daño aunque se esconda en la nieve como entre dálmatas o sólo se dirija a nosotros desde dentro de una pecera.
Sánchez se ha convertido en espejo de tanto mirarse en los espejos y se ha convertido en botones de tanto salir de sus cochazos. No es ya que se esconda o que no le veamos, sino que, aun en la familiaridad, no le prestamos atención, como a un actor español. De tanto sacudirse el bicho como arena de su cuerpo bronceado, Sánchez ha conseguido ser irrelevante para lo que importa, para lo que nos preocupa, sea este nevadón en el que nevaron estatuas enteras o sea el virus que se vuelve a cachondear de los allegados del Gobierno. Quiero decir que cuando pasa algo ya sólo esperamos a ver qué dicen Illa, Simón, Ábalos, Marlaska, Margarita Robles, Ayuso, e incluso María Jesús Montero, que es como esperar a ver qué dice María Jiménez. Sánchez no ha delegado en las autonomías, sino en un montón de secundarios como de Aída.
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