Hemos tenido el peor fin de semana de la pandemia, los hospitales vuelven a parecer submarinos entre la asfixia, el apiñamiento y la guerra, pero Illa ha dejado el ministerio como el que deja la oficina para tocar la batería y a Sánchez lo vamos a ver en los karaokes de campaña más de lo que lo hemos visto durante la tercera ola: cinco actos en Cataluña va a tener el presidente en tres semanas. Aun en el fin del mundo, Sánchez es un circo volante, es una vuelta ciclista, es como la Orquesta Mondragón de gira. El bicho va solo y contento con las nuevas variantes, con el vino dulce del invierno y con el abandono del Gobierno; nos dirigimos otra vez al desastre, a la agonía, a los carretones de muertos, a los negocios cerrando como si se cerrara un castillo, a las ciudades radiactivas de silencio, y resulta que el máximo responsable sanitario lo deja todo para acudir como a la Eurovisión de su partido y Sánchez sólo anda preocupado de hacerse trajes de hombre bala y chaquetas de flecos.

Sánchez ha dicho que las elecciones catalanas son “un desafío apasionante” y prepara sus pantalones skinny para la campaña. Illa ha dicho “me he dedicado al virus un 101% y ahora me dedicaré a Cataluña un 101%”, y es como cuando habla un roquero de tour veraniego, dando todo en cada concierto, en cada pueblo con mar de plato decorado y plaza de toros desmontable, pueblos y conciertos indistinguibles, como debe de ser indistinguible para la política una catástrofe sanitaria o una candidatura regional. Mientras los demás estamos en la pandemia ellos están en eso, en esa especie de blues del autobús, lo que cantaba Miguel Ríos, esa bohemia de luces de carretera miopes y de guitarras greñudas y taciturnas como viejas amantes, ese desafío de encontrar público por las aldeas de garrotín o monedas para la cabina de teléfono. Illa, Sánchez, una camioneta con estampado de vaquita, Cataluña por delante, y a darlo todo.

Illa y Sánchez, un triste y un guapo, más como Los Pecos o Pancho y Javi que como una banda de rock, son los políticos adolescentes de nuestra política adolescente, pero les funciona. En España funciona el sanchismo como funciona una boy band, y contra eso parece que no se puede hacer nada. Sánchez nos dice que “el plan de vacunación y el estado de alarma están funcionando”, incluso que “tenemos el liderazgo mundial que nos merecemos”, pero en realidad lo que funciona es él, el sanchismo, como funciona un one hit wonder, una teta de Sabrina, un costalazo de King África, por casualidades o predisposiciones que marcan toda una estética generacional. En realidad esto no funciona. No funciona cuando tenemos los peores números y las peores perspectivas, y a la gente en capilla esperando heredar en una cajita de cartón un muerto o el despido. Lo que funciona es sólo lo suyo.

Illa y Sánchez, un triste y un guapo, más como Los Pecos o Pancho y Javi que como una banda de rock, son los políticos adolescentes de nuestra política adolescente, pero les funciona

El bicho ha hecho más fuerte al sanchismo, eso sí que ha sido selección natural. Por muy folclórica, futbolera y fetichista que fuera nuestra política, antes del bicho parecía inimaginable poder manejar sólo con propaganda una crisis histórica que te echaba muertos y ruina a la cara, sin más ambigüedad ideológica. Sánchez, que nunca supo hacer otra cosa que propaganda, lo consiguió. Consiguió hacer de la propaganda ciencia dura. Ésa ha sido la mutación para su supervivencia. No funciona nada, sólo funciona Sánchez o lo de Sánchez, incluso que en mitad de esta pandemia se ponga bajo una bola de discoteca, entre bailarín y centauro arquero. La cosa está funcionando, esa cosa que dejó Sánchez ahí, enchufada o al fuego, como una gran plancha u olla de cuartel, mientras él desaparecía tras un abeto como si fuera David el gnomo, o bajo la nieve, o bajo barones y alcaldes con lebrillo, o bajo ministros apenas notariales, que sólo daban fe de lo que ya había pasado, y que además había pasado inevitablemente.

La cosa funciona, todo le funciona, como si se cumplieran sus fantasías de taquilla adolescente. Le funciona hasta Illa, que ya es decir. Todo le funciona, por eso ve tan apasionante esta campaña, o la vida entera, esa aventura con peine en el bolsillo de atrás. Arrojarte a la carretera, al público, a la televisión, estar en el pico de la pandemia pero irte a hacer de Travoltín, o de hombre Marlboro, o de bluesman con guitarra femenina, con nombre de una novia de Nueva Orleans. Salir dando un beso de tornillo a una armónica, tocar la baladita de mechero, que hace como constelaciones de chinchetas; volver a ser, como Ramoncín, el rey del pollo frito del pueblo; creerte un Tom Waits de amargura inversa, afeitadito, con voz de pito y skinny que deja culito de azafato. Hacer el blues de los moteles, del cigarrillo vigía en el mástil de la guitarra, de la bota que aplasta la colilla como una serpiente y de la noche que aplasta a la luna como un colchón. Que la pandemia te inspire como una camarera o un Cadillac y tu público te ame así de canalla y vacilón.

Hemos tenido el peor fin de semana de la pandemia, los hospitales vuelven a parecer submarinos entre la asfixia, el apiñamiento y la guerra, pero Illa ha dejado el ministerio como el que deja la oficina para tocar la batería y a Sánchez lo vamos a ver en los karaokes de campaña más de lo que lo hemos visto durante la tercera ola: cinco actos en Cataluña va a tener el presidente en tres semanas. Aun en el fin del mundo, Sánchez es un circo volante, es una vuelta ciclista, es como la Orquesta Mondragón de gira. El bicho va solo y contento con las nuevas variantes, con el vino dulce del invierno y con el abandono del Gobierno; nos dirigimos otra vez al desastre, a la agonía, a los carretones de muertos, a los negocios cerrando como si se cerrara un castillo, a las ciudades radiactivas de silencio, y resulta que el máximo responsable sanitario lo deja todo para acudir como a la Eurovisión de su partido y Sánchez sólo anda preocupado de hacerse trajes de hombre bala y chaquetas de flecos.

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