Vox salía poco últimamente, estaba todavía de luto por Trump, un luto fervoroso y lorquiano de palanganas, pilones, cierros y ajo. No es para menos porque han perdido su referente, su mesías, el venerado inventor de la franquicia de pollo frito que ellos llevan aquí. Abascal siempre se ha movido como un Popeye español, pero con Trump se sentía un Popeye revitalizado, geopolítico y que volvía a estar de moda, como si volvieran a estar de moda los tatuajes de ancla. A Vox no sólo le han quitado un ídolo, esa mezcla de Nixon, McCarthy, David Hasselhoff y Tiger King, sino toda la lógica que él personalizaba. Es como si hubiera desaparecido su Aristóteles salchichero y ya sólo les queda Podemos, a la vez némesis y modelo, para copiarles su discurso contra los medios o su multicopista del fake. Entre el duelo y la furia y la ausencia de padre, sin olvidar la traición de Casado; con todo este batiburrillo, en fin, Vox ha acabado apoyando a Sánchez. Piensa uno que igual podrían haberse metido a monja o a artista o a terapia alfarera. Cada uno afronta estos básicos reveses freudianos como puede.
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