Uno de los mejores ensayos históricos a nivel mundial sobre el desarrollo económico y social contemporáneos fue escrito no hace mucho por un insigne español, catedrático de diversas y muy prestigiosas universidades americanas y también en España: Gabriel Tortella. Su libro Capitalismo y Revolución (2017) deja perfectamente claro que la democracia liberal y la paulatina extensión del voto dieron la razón a Eduard Bernstein quien sostenía que “bastaba que las clases trabajadoras obtuvieran suficiente representación parlamentaria para que su programa de mejora social se realizara”. El principal y más furibundo crítico de esta hipótesis fue Lenin que dejó, en palabras de Tortella, un “legado catastrófico”, del que presume en España todo un vicepresidente y principal ideólogo del Gobierno, Pablo Iglesias, junto con otros “enanos mentales”.

Es evidente a simple vista que la profecía de Bernstein se ha cumplido, habiéndose materializado en el Estado de Bienestar que en mayor o menor grado es el común denominador de los países ricos occidentales. No hace mucho –a finales de 2012– Merkel señaló que “si Europa hoy cuenta con el 7% de la población mundial, produce el 25% de la riqueza mundial y tiene que financiar el 50% del gasto social global, es obvio que habrá que trabajar muy duro para mantener su prosperidad y estilo de vida”.

Poco después de la advertencia de Merkel, dos prestigiosos autores, John Miklethwait y Adrian Wooldridge –ex director y editor de The Economist- publicaron un oportuno y lúcido ensayo titulado La cuarta revolución. La carrera global para reinventar el Estado (2014), en defensa de una tesis cada vez más perentoria: el actual Estado de Bienestar solo se podrá sostener mediante una persistente y ambiciosa mejora de la eficiencia –hacer más con menos– del gasto público. La ideología debe dejar paso, ineludiblemente, a la gestión; es decir, la meritocracia debe primar en las administraciones públicas frente a la politización y la mediocridad.  

En España el actual gobierno socialcomunista en vez de aprender de los errores y aciertos de países de referencia, como Suecia, trata de imitar a toda prisa a estados fallidos como Argentina

En el ya largo camino socialdemócrata hacia la cumbre descrita por Merkel, un país destacó sobre todos: Suecia, cuya historia refleja palpablemente los logros y limitaciones de la ideología política dominante desde la 2ª Guerra Mundial, caracterizada por la influencia socialista “en todos los partidos políticos” según señalara perspicazmente Friedrich Hayek.

Es bien conocido que Suecia, tras liderar junto con Suiza el crecimiento de la renta per cápita durante un siglo (1870-1970) a nivel mundial y situarse largo tiempo como uno de los cuatro países más prósperos del mundo, coincidente con una muy limitada presencia del Estado en la economía, a mediados de los años noventa del pasado siglo sufrió una aguda crisis económica, que le hizo descender del 4º al 14º puesto del ranking mundial. ¿Qué sucedió allí? La respuesta es muy simple: la llegada de la socialdemocracia al gobierno empujó los impuestos y la deuda pública hasta extremos que ahogaron el funcionamiento de la economía. Los resultados fueron catastróficos en crecimiento, empleo, inflación, deuda pública, cotización de su moneda, etc.

Un muy reconocido estudioso de la economía sueca, Nima Sanandaji, nos recuerda que “Suecia se hizo rica antes de desarrollar el Estado de Bienestar. Los socialdemócratas recibieron un país muy próspero y desde entonces comenzaron a cambiar las cosas con resultados cada vez peores. En dos décadas, la socialdemocracia había dejado a Suecia en una situación lamentable”.

Desde 1973, el crecimiento de la economía sueca fue declinante mientras que la presión fiscal no dejaba de subir; desde poco más del 30% del PIB hasta el 52% de 1990. Todo el empleo que se creó en tiempos socialdemócratas fue público y la creación de nuevas empresas se estancó. De las 100 mayores empresas suecas en 2004, solo dos fueron fundadas después de 1970 y 21 antes de 1913.

Con la llegada al gobierno del centroderecha se llevaron a cabo rebajas fiscales y los servicios públicos comenzaron a ser proporcionados por empresas privadas. Las cuentas públicas volvieron a estar equilibradas y la provisión privada de servicios públicos, sobre todo en educación y salud, no deja de crecer gracias a la libre elección de los ciudadanos. Las pensiones se reformaron para no volver a producir déficits y los gastos en protección social se administran con mayor rigor y persecución de los fraudes.

Frente a todo lo dicho, en España el actual gobierno socialcomunista en vez de aprender de los errores y aciertos de países de referencia, como Suecia, trata de imitar a toda prisa a estados fallidos como Argentina. Después de décadas de convergencia en renta per cápita con la UE, Zapatero consiguió dar marcha atrás sumando en su etapa de gobierno un mayor porcentaje de divergencia con la media europea que la suma de porcentajes de convergencia logrados por González y Aznar juntos. Cuando comenzábamos a estar cerca de la cumbre, y sin haber llegado a ser tan ricos como los suecos, disparamos el despilfarro del gasto público y así comenzó la crisis más larga y profunda que hayamos vivido desde la Guerra Civil y que ahora la pandemia ha convertido en una profunda depresión histórica.

Una ideología ridícula y fracasada vendida a través de procedimientos populistas sin escrúpulos oscurece nuestro porvenir. ¿Hasta cuándo la insensatez política seguirá reinando en España?

Tras un corto periodo de regreso a la convergencia con la UE en tiempos de Rajoy, el actual gobierno está empeñado en empeorar a Zapatero con decisiones alejadas de las buenas prácticas europeas tratando de imitar mal y a destiempo las peores políticas suecas, pero sin haber construido antes una industria de primer nivel que sostuviese su riqueza, como ellos.

Ahora ante la cascada de medidas arbitrarias y clientelares en marcha, solo cabe esperar, y debería darnos vergüenza, que sea la UE quien en última instancia ponga límites a las políticas fiscales, laborales y de gasto público desnortado que solo nos pueden seguir conduciendo a una cuesta abajo sin fin.

Una vez más tendremos que confiar en que sea la UE quien tenga la cordura que le falta al Gobierno y nos obligue a adoptar las reformas estructurales que por lo demás tantas personas sensatas en España saben que hay que asumir.

De no ser así, el futuro que nos espera no podrá ser más triste. En vez de “trabajar muy duro –los más capacitados– para mantener la prosperidad y estilo de vida” que postulaba Merkel,  aquí se prima la incompetencia, a los amigos y parientes en una espiral neoperonista cuyo final es bien conocido.

Una ideología ridícula y fracasada vendida a través de procedimientos populistas sin escrúpulos oscurece nuestro porvenir. ¿Hasta cuándo la insensatez política seguirá reinando en España?

Uno de los mejores ensayos históricos a nivel mundial sobre el desarrollo económico y social contemporáneos fue escrito no hace mucho por un insigne español, catedrático de diversas y muy prestigiosas universidades americanas y también en España: Gabriel Tortella. Su libro Capitalismo y Revolución (2017) deja perfectamente claro que la democracia liberal y la paulatina extensión del voto dieron la razón a Eduard Bernstein quien sostenía que “bastaba que las clases trabajadoras obtuvieran suficiente representación parlamentaria para que su programa de mejora social se realizara”. El principal y más furibundo crítico de esta hipótesis fue Lenin que dejó, en palabras de Tortella, un “legado catastrófico”, del que presume en España todo un vicepresidente y principal ideólogo del Gobierno, Pablo Iglesias, junto con otros “enanos mentales”.

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