En la campaña catalana sólo falta Rosalía, pero la diva del flamenco glam y del trap lorquiano (esas categorías se me acaban de ocurrir, ya me dirá Juanma Ortega si son aplicables), la chica con voz de nana de olas y ojos y zarcillos planetarios ya sólo vuela en platillos volantes también de tamaño planetario, como la Super Bowl. De momento, Cataluña se conforma con que le cante Ada Colau, que da más el tipo musical, sentimental y político del confinamiento, o sea de vecina en el balcón, con pijama y migas de una semana, cantando con perrito, botellín y ukelele a un optimismo amargo e indeleble como un pegote de rímel. Podemos ha presentado un rap o aserejé para su campaña en el que Colau interviene con mucha hambre de calle, de barrio, de polígono y de votos. Para Rosalía, el polígono y el barrio son ese fondo como almodovariano con capillas y marabúes, o sea un fetiche artístico. Para Colau, en cambio, son su profesión.
Ada Colau aún finge que canta en la calle, con frío de armónica en los dedos, ante un sombrero bocarriba donde caen monedas o nieve o dientes de león. No es un político del pueblo, sino ese político que cree que la política es ser como el pueblo, como esa imagen de panadería o de café del cuponero o de polígono con palés o de tapia de raperos que tienen del pueblo estos políticos o incluso el mismo pueblo. Sí, a veces el mismo pueblo acaba considerándose y gustándose así, un sujeto político fundamentado en los anuncios de lotería y de 'vendemostucoche.com'. Colau no es que sea una política de barrio sino que, simplemente, convierte el ser de barrio en su única política. El suyo es el populismo no de la vecina que se mete en política sino de la política que consiste en ser vecina y nada más. Este populismo en realidad se apropia del barrio, roba el rap del frutero, el aria del barbero, el pantalón cagado del rapero, y monta una franquicia que les vende a los del barrio su propio material. Eso es Podemos.
Las raíces de Colau son su mercado y no tiene más mercado que sus raíces, como si sólo pudieran comprarles el disco los vecinos
El rap de Podemos es como el jipismo falso de aquel anuncio de la Coca Cola, pero actualizado. La chispa de la vida, una permanente con margaritas, una alegría de campamento, un buen rollo algo abotagado, todos como entre pipas de agua o hierba machacada, y esa esperanza más de horóscopo que de política. Todo para despertar la sed artificial de un azúcar que da más sed, como pasa siempre con esa izquierda indigenizada en la pobreza que siempre da más pobreza. Pero, ah, es esa izquierda toda canciones, igual que la infancia es toda canciones. Esas canciones que antes eran de cantautor de guitarrita flojona y ahora es de rapero de flow flojón. "Sabemos de dónde venimos y adónde vamos", rapea Colau en ese catalán sin resbalar del cinturón rojo, y es cierto que se sabe perfectamente, como se sabe de dónde viene y adónde va el que vende las salchichas en el barrio. "Entramos en las instituciones para devolvérselas a la gente", sigue, pero es más bien para que ellos puedan decir que son la gente. "Somos clase valiente, gente trabajadora", sigue, atribuyendo estas virtudes no al "pueblo", que tampoco sería verdad, sino a ellos, claro.
Podemos vende rap a los raperos y vende pueblo al pueblo. Podemos es, básicamente, un rastrillo de reventa, con harapos y candelabros y casetes de gasolinera de otros. También Colau se vende a sí misma, quizá porque no tiene otra cosa, por eso usa constantemente su biografía como argumentario y como doctrina, que es lo que haría un aristócrata. Podemos está lleno de aristócratas en realidad, todo genealogía, pedigrí y clase, y nada de mérito. Aristócratas que juegan al pueblo como el que se va de karaoke. Luego, claro, con el rap, que puede gustar o no pero que es purísimo como el blues, a ellos les sale una canción como robada a Los Refrescos, igual que con aquel Rapper’s delight le salió el Aserejé a aquel infame Queco.
No, Colau no es Rosalía. Rosalía no cantará al final en la Super Bowl, o quizá sí, quién sabe con tanto fake o hype. Pero ya tenía antes a todo el planeta de público, y sin renunciar a sus raíces, que como digo no son mercado sino inspiración, estética, paleta de colores y campo metafórico, igual que Lorca parecía que tenía sólo la gitanería y la forja pero luego trataba de tú a tú, como meras quillas marineras volcadas, a los rascacielos de Nueva York. Con Podemos, con Colau, pasa lo contrario, que sus raíces son su mercado y no tiene más mercado que sus raíces, como si sólo pudieran comprarles el disco los vecinos. En política, eso significa que no pueden ir más allá del pobre, del marginado o del cantautor, así que su única esperanza será convertirlos a todos en pobres, marginados o cantautores. Ada Colau y Podemos se marcan un rap universalista o cocacolista pero en realidad sólo tienen un mercado musical local y estacional, como si cantaran sevillanas rocieras o aquello de Los Refrescos, "aquí no hay playa, vaya, vaya". No, Colau no es Rosalía. Si acaso, como mucho, María del Monte o Puturrú de Fuá.
En la campaña catalana sólo falta Rosalía, pero la diva del flamenco glam y del trap lorquiano (esas categorías se me acaban de ocurrir, ya me dirá Juanma Ortega si son aplicables), la chica con voz de nana de olas y ojos y zarcillos planetarios ya sólo vuela en platillos volantes también de tamaño planetario, como la Super Bowl. De momento, Cataluña se conforma con que le cante Ada Colau, que da más el tipo musical, sentimental y político del confinamiento, o sea de vecina en el balcón, con pijama y migas de una semana, cantando con perrito, botellín y ukelele a un optimismo amargo e indeleble como un pegote de rímel. Podemos ha presentado un rap o aserejé para su campaña en el que Colau interviene con mucha hambre de calle, de barrio, de polígono y de votos. Para Rosalía, el polígono y el barrio son ese fondo como almodovariano con capillas y marabúes, o sea un fetiche artístico. Para Colau, en cambio, son su profesión.
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