Dios zurea por los altos templos arborescentes de pecado y de grutas de oro, por los adosados de hermana de cura que hierve sotanas, por los palacios arzobispales como una comandancia de arcángeles, pero también por locales, cocheras, pisos o fincas que se han hecho santos por el hisopazo de su aleteo. Dios está en todas las cosas y quizá por eso la Iglesia ha podido hacerlas suyas, sin más que su propio certificado de omnipresencia, cuando no había nadie más que las reclamara o a lo mejor ese alguien estaba viviendo con unas monjitas que le hacían arroz con leche o había desaparecido precisamente por un rayo divino. Las cosas de Dios vienen de reyes piadosos o de diezmos igual de piadosos, o vienen de sus propios ejércitos de arcángeles que como digo tienen comandancias en la tierra llevadas por un señor con bonete o fajín o pistolón. Es un mandato evangélico eso de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, pero es el mandato que menos gusta a una Iglesia que lo mismo puede enmarcar astillas de madero que títulos de propiedad de castillos.
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