Dios zurea por los altos templos arborescentes de pecado y de grutas de oro, por los adosados de hermana de cura que hierve sotanas, por los palacios arzobispales como una comandancia de arcángeles, pero también por locales, cocheras, pisos o fincas que se han hecho santos por el hisopazo de su aleteo. Dios está en todas las cosas y quizá por eso la Iglesia ha podido hacerlas suyas, sin más que su propio certificado de omnipresencia, cuando no había nadie más que las reclamara o a lo mejor ese alguien estaba viviendo con unas monjitas que le hacían arroz con leche o había desaparecido precisamente por un rayo divino. Las cosas de Dios vienen de reyes piadosos o de diezmos igual de piadosos, o vienen de sus propios ejércitos de arcángeles que como digo tienen comandancias en la tierra llevadas por un señor con bonete o fajín o pistolón. Es un mandato evangélico eso de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, pero es el mandato que menos gusta a una Iglesia que lo mismo puede enmarcar astillas de madero que títulos de propiedad de castillos.
Dios zurea por colegiatas rodeadas con cadenas de coloso, por seminarios agrios de semen contenido y por oficinas o inmuebles profanos que también tienen su santificación de trabajo o de ofrenda de Abel o de Caín. Quizá Carmen Calvo no ve algunas de estas posesiones “armoniosas con la presencia de una confesión religiosa”, pero yo creo que es la ceguera de los ateos que sólo ven materia en la materia, oro en el oro y escritura de propiedad en una finca que lo mismo dio o propició una virgen de tocón o de templario, o hizo contemplar todo un pentecostés de aceite de oliva a un pecador o a un santo. Los bienes inmatriculados suenan a dogma inmaculado y a lo mejor son algo así. Un pisito, o un campillo de un rojales, pueden llegar a la Iglesia sin pecado y a partir de ahí ir generando dinero que carece igualmente de pecado. La Iglesia va purificando los bienes que va tomando, como los niños incluseros de las pecadoras. Todos esos bienes de la Iglesia son por nuestro bien, supongo. Dios está en todas las cosas, y gratis.
La verdad es que aquí nunca hemos sabido resolver ese conflicto que hay siempre cuando lo divino necesita sus feas o hermosas cosas terrenales, ni cuando lo privado se va metiendo en lo público, igual a golpe de crucifijo que de ideología. La Iglesia no paga como si fuera material y humana, pero no tiene problemas en resultar material y humana, demasiado humana incluso, para lo que le conviene. Es incorpórea para unas cosas y es una empresa más para otras, como es universal para unas cosas y un pequeño paisito de juguete para otras. No se puede estar entre el cielo y la tierra, o al menos el Estado no puede considerarla entre el cielo y la tierra, con impuestos y responsabilidades de fantasma pero propiedades y lujos de emperador. Antes o después, el Estado tiene que poner a la Iglesia en el suelo, a la altura de los demás, con el peso de las ciudades enteras que tiene en las ciudades, o los palacios submarinos que le caben en las pilas de lloro de penitente, o las llaves de castillo, grandes como cinturones de castidad, que están en el cajón desde la última cruzada.
Antes o después, el Estado tiene que poner a la Iglesia en el suelo, a la altura de los demás, con el peso de las ciudades enteras que tiene en las ciudades
Los bienes inmatriculados de la Iglesia, un poco caídos del cielo y un poco cogidos de las viñas del Señor, los ha listado y divulgado ya el Gobierno, sin duda con la intención de ponerlos bajo sospecha, o al menos ante la duda. Esto no es una blasfemia, ni es la desamortización de Mendizábal, tan popular en mi infancia escolar como los ríos de España, sino que el Estado tiene que poner en orden las cosas del Estado, sin que se tengan que molestar por eso los palomares de ángeles ni de curas. Puede parecer oportunismo y revancha, de nuevo la política simbólica de la guerra simbólica de esta época sanchista, y seguramente lo es. Pero no deja de ser justo, además de que todo parece revancha cuando no se hace a tiempo. Y antes no se podía porque enseguida venían arcángeles como migueletes con mosquetón, o migueletes como arcángeles con mosquetón.
La laicidad, tan denostada y tan roja, en realidad no es más que ese principio evangélico que decíamos, el de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, incluso arrojando la moneda al polvo con desprecio, o cambiándola por un pececillo, aún más evangélico. Pero el cristianismo ha sido muchas cosas diferentes, como la Iglesia, y este principio pronto resultó demasiado inconveniente. Todavía hoy, la religión no se considera una opinión más, sino una opinión que ni siquiera puede ser ofendida. Todavía hoy, la Iglesia no se considera una asociación o una corporación más, sino una que puede disolver sus muros, transmutar su oro o coger las cosas como si se paseara por el jardín del Edén. Son demasiados privilegios y esto no es ya el Sacro Imperio ni el nacionalcatolicismo ciclán.
Dios puede seguir zureando, libre y gratis, en los ábsides, en los corazones, en las cocinas de monja e incluso también en las mansiones de obispos como casas de Pilatos. Pero el Estado tiene que medir los actos, los bienes y las sospechas de la Iglesia con medida humana y cívica. Y esto no es obra del Anticristo, aunque detrás esté Iglesias con moño rojo, como un demonio de El Parvulito.
Dios zurea por los altos templos arborescentes de pecado y de grutas de oro, por los adosados de hermana de cura que hierve sotanas, por los palacios arzobispales como una comandancia de arcángeles, pero también por locales, cocheras, pisos o fincas que se han hecho santos por el hisopazo de su aleteo. Dios está en todas las cosas y quizá por eso la Iglesia ha podido hacerlas suyas, sin más que su propio certificado de omnipresencia, cuando no había nadie más que las reclamara o a lo mejor ese alguien estaba viviendo con unas monjitas que le hacían arroz con leche o había desaparecido precisamente por un rayo divino. Las cosas de Dios vienen de reyes piadosos o de diezmos igual de piadosos, o vienen de sus propios ejércitos de arcángeles que como digo tienen comandancias en la tierra llevadas por un señor con bonete o fajín o pistolón. Es un mandato evangélico eso de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, pero es el mandato que menos gusta a una Iglesia que lo mismo puede enmarcar astillas de madero que títulos de propiedad de castillos.
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