Otros antes que él lo hicieron, y Pablo Iglesias también podría llegar a la revolución con votos, pero no los tiene. Iglesias tiene otra cosa. Iglesias tiene un pueblo mitológico y petrarquista, de serranillas y sabañones, como el de María Ostiz, que le llena los bolsillos de democracia como de alpiste. Iglesias tiene una clase obrera a la que va de visita, como a un museo del vestido, y que le otorga fuerza fabril a su flojera dialéctica. Iglesias tiene unos enemigos, el antipueblo, formado por señores del Monopoly y cerditos con monóculo. Iglesias tiene a gente que se cree todo esto incluso aunque no se lo crea a él, como el propio Hasél, que considera a Podemos una panda de burgueses, trotskistas y cagados. A pesar de todo, esta gente trabaja para el Príncipe del Pueblo: Hasél canta sobre clavarle un piolet en la cabeza a Bono y consigue una condena, pero Podemos consigue publicidad y unas llamas que su revolución no alcanza. Esto es todo lo que tiene Iglesias, que no sería mucho si no tuviera también, sobre todo, a Sánchez.

Raperos de escalerilla de bloque, revolucionarios con la fiambrera de mamá, estalinistas niñatos como esos nazis niñatos que se han hecho de eso como se podrían haber hecho gamers, sociópatas o sádicos reprimidos que terminan en la revolución que tengan más cerca como podrían terminar estrangulando palomas, gente que sueña con metralla y sesos esparcidos como el que sueña con medias negras... Todo puede servir. La violencia siempre suma, y esto lo saben bien los indepes, que ni siquiera distinguen entre izquierda y derecha si se trata de montar una buena. Cuando más suma, además, es cuando estás en los dos lados, en el poder y en la revolución, dando órdenes a la policía y mandando apretar al del adoquín.

Cuando Iglesias se coloca formando parte de dos legitimidades, la del Gobierno y la de la calle, en realidad está diciendo que la legitimidad es él

Iglesias aún no manda en la policía, pero tiene un sillón azul en el Congreso que parece un balcón con capote y al que acompañan clarines cuando se levanta. Iglesias se sienta al lado de Sánchez en los consejos de ministros como en una Santa Cena y posa delante del escudo de tabacalera del Gobierno. A la vez, se queja de una democracia falsa, anima a la violencia y pide que los medios pasen por el filtro democrático de su moño. No es contradicción, sino que cuando Iglesias se coloca formando parte de dos legitimidades, la del Gobierno y la de la calle, en realidad está diciendo que la legitimidad es él. La única parte del Gobierno que está en la calle, el único trozo de calle que ha llegado al Gobierno, eso es él. Eso es lo que le permite Sánchez, levantarse con sus clarines a decir que la violencia es legítima, que la censura es legítima, y no desde el lado del revolucionario de papelerilla, sino desde una vicepresidencia como una cátedra salmantina.

Sánchez le está permitiendo a Iglesias no ya justificar el caos o la violencia pandillera, que eso ya lo hacía antes con los mismos votos y con el mismo pueblo falso y de cartoncillo, como de ópera siciliana. No, lo que está permitiendo Sánchez es que Iglesias incluya el caos y la violencia pandillera en el canon del gobernante, en herramienta democrática, igual que pretende hacerlo con la censura. Sin duda, para cuando ellos sí puedan mandar en la policía o en escuadrones que lleven más que tirachinas y adoquines. Que puedan o no conseguirlo no varía su agenda ni sus planes. Es lo único que pueden hacer y lo están haciendo: caos, enfrentamiento, conflicto de legitimidades, dudas sobre el propio sistema democrático. Seguramente no lo consigan nunca, o lo mismo un día Sánchez llega al consejo de ministros y se encuentra allí a Iglesias en un trono de orangután. De momento, usan a Hasél, usan a los indepes, usan a Otegi, y usarán todo lo que pueda levantar llamas.

Lo que está permitiendo Sánchez es que Iglesias incluya el caos y la violencia pandillera en el canon del gobernante, igual que pretende hacerlo con la censura

Está la gente con lo del tal Hasél, cuando a quien hay que mirar es a Echenique y a Iglesias, que son los que cobran los ojos sacados y las condenas de los otros. Hasél es un zumbado y un pringado, es carne de cañón, es ese revolucionario que cae el primero, el que aparece entre el heno o bajo un caballo en todos los cuadros y películas de revoluciones. Hasél es el escalón más bajo de la revolución, el revolucionario panoli, de sincero fanatismo, sin doblez, virgen de maldad en realidad como una pastorcilla de égloga, que es capaz de defender abiertamente el tiro en la nuca, la bomba, la lucha armada, y que va el tío tonto y lo escribe y lo canta y hasta le pone nombre a sus ejecutados. Hasél es la revolución más pobretona y más idiota, el verdadero obrero de la revolución que va ahí con su bieldo levantado y cae como ha caído, sólo para la foto de portada de la revolución de otros, o incluso para nada.

Hasél canta sobre que explote el coche de Patxi López y va matando gente por la rima, el tío negado. Es un matao, es un primo, es un bracero más de sus señoritos. En lo alto de la pirámide, haciendo la revolución con paciencia, con hipocresía, con ambigüedad, con política, está Iglesias. Pero si está ahí es por Sánchez. Es Sánchez el que se lo consiente. Iglesias tiene a Hasél y tiene a Sánchez, pero Sánchez es mucho más valioso. Es lo más valioso que tiene. Sin Sánchez, Iglesias no tendría más que su pueblo imaginario y su clase obrera como una clientela de barraca de feria, y votos suficientes sólo para revivir la melancólica fiesta del PCE. Sánchez es lo único que separa a Iglesias de ser otro rapero ratonero, otro comunista de bordillo u otro revolucionario de olla exprés.  

Otros antes que él lo hicieron, y Pablo Iglesias también podría llegar a la revolución con votos, pero no los tiene. Iglesias tiene otra cosa. Iglesias tiene un pueblo mitológico y petrarquista, de serranillas y sabañones, como el de María Ostiz, que le llena los bolsillos de democracia como de alpiste. Iglesias tiene una clase obrera a la que va de visita, como a un museo del vestido, y que le otorga fuerza fabril a su flojera dialéctica. Iglesias tiene unos enemigos, el antipueblo, formado por señores del Monopoly y cerditos con monóculo. Iglesias tiene a gente que se cree todo esto incluso aunque no se lo crea a él, como el propio Hasél, que considera a Podemos una panda de burgueses, trotskistas y cagados. A pesar de todo, esta gente trabaja para el Príncipe del Pueblo: Hasél canta sobre clavarle un piolet en la cabeza a Bono y consigue una condena, pero Podemos consigue publicidad y unas llamas que su revolución no alcanza. Esto es todo lo que tiene Iglesias, que no sería mucho si no tuviera también, sobre todo, a Sánchez.

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