Se nos ha olvidado pronto la propuesta que hizo el año pasado Zapatero de nombrar a Barcelona capital mundial de la paz. Imagino a la gente peregrinando a Barcelona para oler la paz como se huele el botafumeiro o el caldo de paella o el agua de Vichy, allí en su santuario, en sus manantiales, en sus cimas. Yo creo que Ada Colau y Pere Aragonès se han reunido ahora, de urgencia, después de dos semanas de queimadas festivas y fallas de maniquíes, para retomar la idea. Antes la paz estaba en los discursos bucólicos, en los lazos amarillos como corazones fundentes, en poemas en las puertas de los disidentes, en un parlamento que trituraba la ley en palomas, confetis y sonrisas. Pero ahora hay que aprovechar que la paz ha inflamado los espíritus sensibles y ha encendido la noche con estrellas y farolillos de Van Gogh, que se ha hecho gótica en la piedra, en el caucho y hasta en la manga de un policía como un telón de ópera que arde, y con eso hay que hacer algo, una capitalidad, un logo, un festival, lo que sea.
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