El Congreso de los Diputados se ha convertido en una taberna. Las sesiones de control, ya desde hace algún tiempo, recuerdan el tono populachero de las disputas en torno a una frasca de morapio o a unas cañas de cerveza.
El ambiente de tasca sube de temperatura cuando hay cerca unas elecciones, como ahora es el caso. La moción de censura de Murcia, el adelanto electoral decidido por Díaz Ayuso en Madrid y la decisión del líder de Podemos de presentarse como candidato de la izquierda para "frenar a la ultraderecha criminal" en la capital de España, sucesos concatenados que se han producido en apenas cinco días, han echado sal y pimienta a unas Cortes que pasan del aburrimiento al insulto sin solución de continuidad.
Cuesta creer que en este templo de la democracia -que anteriormente fue un convento- tomaron la palabra representantes del pueblo como Nicolás Salmerón, Emilio Castelar, José Ortega y Gasset, o Manuel Azaña.
Estos personajes que nos quieren llevar del ronzal a los años treinta para que los españoles nos volvamos a partir la crisma, deberían fijarse en el nivel intelectual y oratorio de unos diputados que dejarían a la altura del betún a estos maestros de la zafiedad y el navajeo político.
Las sesiones de control, en su actual formato, deberían ser eliminadas. En teoría se trata de fiscalizar la acción del gobierno, pero, en la práctica, y salvo honrosas excepciones, las preguntas de la oposición van dirigidas exclusivamente a generar polémica, mientras que el presidente o los miembros del ejecutivo interpelados responden lo que les viene en gana; normalmente, devolviendo la pelota a su interlocutor buscando el aplauso fácil de su bancada.
Los diputados y los miembros del Gobierno sólo piensan en los titulares de periódico, la viralidad en las redes, o su minuto de gloria en los telediarios. Y punto.
Lo ocurrido en la sesión del 17 de marzo es un ejemplo del lodazal en el que nos movemos.
Sólo unas perlas. El todavía vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, ya en campaña, le espetó al secretario general del PP, Teodoro García Egea: "¿Cómo han conseguido la pasta? ¿La ha puesto usted o se la ha dado algún constructor?".
Iglesias acusó a García Egea de cohecho y este le imputó el robo de una tarjeta de móvil. Todo vale. Nos espera una campaña tensa, sucia y plagada de insultos
Se refería Iglesias a la supuesta compra de los tres diputados de Cs del parlamento de Murcia que, con su cambio de postura, han echado abajo la moción de censura avalada por su partido y por el PSOE.
Hablando en plata, Iglesias acusó a García Egea de haber cometido un delito de cohecho, castigado por el código penal (artículo 419) con penas de prisión de tres a seis años, e inhabilitación de siete a doce años. El vicepresidente no aportó ninguna prueba, ni tampoco ha llevado el caso a los tribunales. Pero eso da igual. Calumnia que algo queda. ¡Y luego se quejan de las fake news!
Por su parte, el secretario general del PP no le pidió que se retractara. No. Contraatacó en un estilo parecido, acusando al líder de Podemos de haber robado un móvil (la causa Dina está instruyéndose en estos momentos y eso no está probado) y lanzando una vacua insinuación sobre su patrimonio al sugerir que había utilizado "no se sabe qué fondos para tener un chalé en Galapagar".
Iglesias había logrado su objetivo: arrastrar al barro a su oponente. Ya en su terreno, el vicepresidente abanderó la causa comunista para asumir con deleite la confrontación política que propone la presidenta de la Comunidad de Madrid: "Comunismo o libertad".
Atribuyó el líder morado a los comunistas todo el mérito de haber traído la democracia a España. "Ustedes -le dijo al dirigente del PP- no le llegan a la suela de los zapatos a los comunistas españoles. Hablan ustedes de libertad, pero su proyecto político es destruir la libertad".
Sí, Santiago Carrillo fue uno de los protagonistas de la Transición (ese régimen que, por cierto, Iglesias quiere cargarse), pero el papel del Partido Comunista tano durante la II República, como en la guerra civil, y, más tarde, como fuerza de oposición a la dictadura, sólo puede ser defendido sobre la base de la ignorancia o la complicidad. Debería leerse el jefe de Podemos -él, que presume de ser muy aficionado a la lectura- la "Autobiografía de Federico Sánchez", escrita por el ex dirigente del PCE y luego ministro con Felipe González, Jorge Semprún, para tomar nota sobre cómo se las gastaban los comunistas españoles.
Carrillo defendió el estalinismo hasta que Stalin desapareció. E incluso mucho después, en el seno del máximo órgano de dirección del partido, justició a la "policía política y los campos de concentración" estalinistas, "sin ninguna rectificación", para sostener la "dictadura del proletariado".
Veremos más bronca, más descalificaciones. Al fin y al cabo, todavía quedan siete semanas para las elecciones. Esto es sólo el principio.
En esta última sesión de control no faltó a la cita Gabriel Rufián, que ha colaborado como pocos a rebajar el nivel intelectual de la Cámara y que ha brillado por el empleo de expresiones hirientes. Dijo el portavoz de ERC que si la democracia fuera un edificio, "la democracia española sería una chabola". Hay diputados que creen que los votos legitiman la provocación y la falta de ideas. La verdad es que escuchándole a él a veces uno piensa que, en efecto, estamos en una chabola.
La mayoría de los españoles -eso quiero pensar- no nos vemos reconocidos en esa trifulca de tahúres. Queremos unos políticos que estén a la altura de las circunstancias, que, al parecer, sus señorías olvidan con demasiada frecuencia.
El año de pandemia nos ha dejado unos 100.000 muertos y ha elevado la cifra de trabajadores sin empleo a casi 5 millones (4 oficiales más otros 900.000 en ERTE). El pasmoso ritmo de vacunación aleja el objetivo del Gobierno de tener inmunizado al 70% de la población este verano, con lo que las medidas restrictivas tendrán que permanecer en vigor, forzando el cierre de miles de pequeñas empresas.
Pero mientras eso ocurre, nuestra clase política, con la aquiescencia del presidente del Gobierno, se dedica con afán a la voluptuosa tarea del despellejamiento.
¡Insoportable!
El Congreso de los Diputados se ha convertido en una taberna. Las sesiones de control, ya desde hace algún tiempo, recuerdan el tono populachero de las disputas en torno a una frasca de morapio o a unas cañas de cerveza.
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