Pablo Iglesias ya está en Madrid con sombra municipal de sereno o de alguacilillo, que esa pinta se le ha quedado al bajar del Gobierno, una pinta entre autoridad de plazoleta y de matadero. A Ayuso ya le ha dicho que “es más que probable que cuando se la investigue de verdad acabe en prisión”. Iglesias es capaz, a la vez, de apelar a la presunción de inocencia con sus tarjetitas y líos y consultoras, de defender que los presos los decidan los partidos y no los tribunales, y de adelantar a sus adversarios una cárcel que es más un infierno, ese infierno goloso en el que se regodean los curas con los pecadores retorciéndose desnudos. “Derecha criminal”, ha dicho, como cuando se maldicen tribus enteras o 7 generaciones de algún impenitente. Madrid no parece en principio más criminal que cualquier otro sitio. Desde luego, menos que Gomorra o Cataluña. Pero Iglesias tenía que aterrizar en Madrid entre el asombro y el casticismo, una cosa entre profeta y el Spiderman gordo de la Plaza Mayor.
Iglesias tiene que inventarse el heroísmo porque lo suyo sólo ha sido una fuga de la política
Iglesias ya está en Madrid, arrastrando como una falsa cojera bohemia desde el Gobierno, como un herido de Lepanto. Iglesias tiene que inventarse el heroísmo porque lo suyo sólo ha sido una fuga de la política (Iglesias no sabría gobernar a menos que lo nombraran sultán o Duce) y una fuga de Sánchez, cuyo tipito no hubiera aguantado mucho más las frikadas y cabezadas totalitarias de su vicepresidente sidecar. Como su heroísmo es inventado, por supuesto que en Madrid tiene que estar todo lo criminal, además de una manera babilónica, con sus monstruos y rameras, o sea no ya con la mera legalidad en la mano sino con el pecado en el ojo, un pecado de tribu, un pecado de generaciones, un pecado que viene desde que algún ángel miró tras una parra, que así son los pecados de la derecha (los pecados de la izquierda se los perdonan con besos de barbudo).
Resulta que el fascismo está en Madrid, aunque sea Iglesias el que dice que las leyes no significan nada, que sólo vale lo que dice el “pueblo” que sale a arrancar farolas como vides o el que él saca acordeonado del baúl, como si fuera el muñeco Monchito. Resulta que el fascismo está en Madrid, aunque sea Iglesias el que diga que los medios de comunicación privados “atacan la libertad de expresión” a la vez que le pone un digital / pasquín como un pisito a su estimada Dina y sueña con tener para él los telediarios. Resulta que el fascismo está en Madrid, aunque sea Iglesias el que defiende a naciones de Rh puro y esencias joseantonianas, y a racistas de verbo y barriguita falangista. Resulta que el fascismo está en Madrid, aunque sea su señora y ministra la que contrata de niñera a los altos cargos, o al revés, como aquellos coroneles que tomaban de criado al recluta y a la querida la ponían en el ayuntamiento o en un estanco como en un trono de tonadillera.
El fascismo de Madrid no sabemos muy bien qué es o donde está. Quizá está en tanta estatua de équite o de rey, en los antiguos y feos ministerios con cemento de pantano de Franco, o en el Puente de los Franceses, que ya sólo parece una locomotora despeñada allí mismo. A lo mejor es que el franquismo tendría que haberse borrado con bomba atómica, no sé. No sé a qué fascismo se refieren, mientras que el comunismo de Iglesias lo vemos venir de lejos, con su bandera roja pintada como con cera de niño sobre blanco y negro, como en El acorazado Potemkin. Yo más bien veo que los que niegan la ley y santifican la Patria y a ese pueblo que les llena las plazas como a Mussolini, son otros y en otros sitios. Eso de recurrir una y otra vez a la imagen de Ayuso vestida de regenta o de dama avara o de novicia de cilicio en el muslo blanquísimo no es fascismo, sólo es fetichismo. Y en cuanto a Vox, su trumpismo sólo tiene comparación con Podemos, y tampoco son muy diferentes en xenofobia, esencialismo y ranciedumbre a ERC o JxCat, con la diferencia de que los de Vox, de momento al menos, no han negado las reglas fundamentales de la democracia diciendo encima que son Mandela o Heidi.
Iglesias ya ha llegado a Madrid, se ha hecho personaje, que a veces Madrid hace eso con la gente, como en Hawái te ponen un collar de flores. Yo creo que Iglesias ha pasado directamente de la política al Siglo de Oro o a la bohemia del Callejón del Gato, con su falsa cojera y su falsa greña, con su lata de dar la lata (la lata en la que los viejos soldados guardaban las pruebas de sus hazañas para soltarlas a cualquiera), con ese espantajo fúnebre y apócrifo del fascismo bajo el brazo sequizo, como Pedro Luis de Gálvez con su niño muerto en su ataúd de pajarito.
El fascismo tiene que estar en Madrid porque, si no, Iglesias parecería sólo un tipo que hace el timo de la estampita; es más, alguien que prefiere dedicarse al timo de la estampita a trabajar en una oficina. Pero, sobre todo, el fascismo tiene que estar en Madrid porque es casi lo único que se opone a Sánchez. Por supuesto, el mal está siempre donde aún no has triunfado. Pedir cárcel para Ayuso es lo mínimo para llamar la atención, ahora que Iglesias va como sobreviviendo con candil, féretro y calderilla por el Madrid del Callejón del Gato, buscando aquel fascismo y aquellos espejos que ya no están, que sólo él lleva dentro, como sus tripas o sus palominos.
Pablo Iglesias ya está en Madrid con sombra municipal de sereno o de alguacilillo, que esa pinta se le ha quedado al bajar del Gobierno, una pinta entre autoridad de plazoleta y de matadero. A Ayuso ya le ha dicho que “es más que probable que cuando se la investigue de verdad acabe en prisión”. Iglesias es capaz, a la vez, de apelar a la presunción de inocencia con sus tarjetitas y líos y consultoras, de defender que los presos los decidan los partidos y no los tribunales, y de adelantar a sus adversarios una cárcel que es más un infierno, ese infierno goloso en el que se regodean los curas con los pecadores retorciéndose desnudos. “Derecha criminal”, ha dicho, como cuando se maldicen tribus enteras o 7 generaciones de algún impenitente. Madrid no parece en principio más criminal que cualquier otro sitio. Desde luego, menos que Gomorra o Cataluña. Pero Iglesias tenía que aterrizar en Madrid entre el asombro y el casticismo, una cosa entre profeta y el Spiderman gordo de la Plaza Mayor.
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