El sábado, 16 de junio de 1703, la tripulación del barco Adventure veía por fin tierra después de una gran tormenta y echaba el ancla. De él bajaron una docena de hombres para buscar agua dulce. Momentos después, todos huyeron despavoridos al ser perseguidos por un gigante. Solo uno de ellos no pudo escapar, Lemuel Gulliver, quien se quedó solo en una tierra llena de gigantes que podían pisotearlo en cualquier momento. Agotado, creía que iba a morir y comenzó a pensar en lo mal que le había ido en ese viaje, comparado con la aventura que corrió diez meses atrás, cuando en Lilliput él era el gigante y los liliputienses pensaban que era una criatura poderosa y fuerte. De hecho, ahora se sentía como un simple liliputiense entre los humanos.
Como Jonathan Swift ponía en boca de su inmortal personaje en esta segunda parte de Los viajes de Gulliver, «indudablemente los filósofos están en lo cierto cuando nos dicen que nada es grande ni pequeño sino por comparación». Porque la comparación es la base de nuestra opinión sobre nosotros mismos y lo que nos rodea.
Y nos comparamos constantemente. Es lo que en psicología se denomina «conducta competitiva». La literatura científica indica que nunca nos comparamos con algo alejado o que no tenga que ver con nosotros, sino que esta competitividad solo se da cuando se cumplen dos características claras: cuando nos comparamos con algo similar y cuando lo hacemos con algo cercano. Nunca puede tener lugar si no se cumplen estas dos condiciones.
Hoy en día se cumplen ambas con creces. En primer lugar, vivimos en algo similar y que nos iguala, una pandemia. Durante el último año hemos vivido en constantes comparaciones, en medios y en conversaciones, sobre números de casos de covid-19, sobre fallecidos, sobre modos de actuar y ahora sobre personas vacunadas. En segundo lugar, hacemos la comparación con casos cercanos. Nos comparamos especialmente con territorios vecinos, o con las naciones que se parecen a la nuestra.
El problema estriba cuando, en comparación, dejamos de ser el gran Gulliver en Liliput y nos sentimos como el pequeño Gulliver en Brobdingnag
El problema estriba cuando, en comparación, dejamos de ser el gran Gulliver en Lilliput y nos sentimos como el pequeño Gulliver de Brobdingnag, rodeado de gigantes. Es en ese momento en el que la idea que tenemos sobre nosotros mismos deja de ser tan ideal, donde vemos problemas y donde buscamos alguien a quien echar la culpa, que suele ser el gobierno de turno y, en mayor término, a la Unión Europea.
Porque las vacunas son la solución a la pandemia y un elemento simbólico para dejar atrás la incertidumbre y volver a la normalidad que recordamos. Y es la Unión Europea la que se encarga de comprarlas, repartirlas y, por ende, de solventar nuestro miedo. Por tanto, cada estadística que nos muestra que el 60,1% de la población de Israel ya tiene una primera dosis, o que la tienen ya el 36% en el Reino Unido (sí, el país que abandonó hace nada la UE) nos hace compararnos y darnos cuenta de que en la UE la media es solo del 11,3%.
Cada imagen de ciudades sin mascarillas (como las que tienen cada día los ciudadanos de La Línea de la Concepción cuando miran a sus vecinos a través de la valla de Gibraltar) nos hacen compararnos y recordar nuestras ciudades confinadas y negocios cerrados.
Cada noticia, como la promesa de Biden de que el 52% de su población estará vacunada antes de finales de abril, o que en junio esperan total normalidad en Londres, donde no ha muerto nadie de Covid-19 por primera vez desde hace meses, nos hacen compararnos y pensar en nuestras familias incomunicadas y las personas que siguen muriendo. Pensamos que ellos lo hacen mucho mejor, y que nuestros gobiernos lo hacen mucho peor.
Y todo ello es, se quiera o no, un peso a sumar a la percepción que se tiene de la Unión Europea. No importa para nada la buena gestión anterior, siendo los mejores y más rápidos en generar un grandísimo acuerdo de reconstrucción (el Next Generation EU), ni importa haber sido los mejores negociadores en los precios de las vacunas. Todo ello no significa nada cuando constantemente nos comparamos con los países que nos rodean y cuando observamos cómo en ellos renace la esperanza y la normalidad.
Nos guiamos por lo que nos rodea y, en una sociedad conectada, podemos ver a la vez lo que rodea a los países con los que nos comparamos.
Nos guiamos por lo que nos rodea y, en una sociedad conectada, podemos ver a la vez lo que rodea a los países con los que nos comparamos. Y lo que observamos hoy genera percepciones que pueden dañar, y mucho, nuestra opinión sobre la Unión Europea. Porque si la UE no puede ayudarnos, tal vez empecemos a sentir que no es tan útil. Porque si no soluciona nuestro presente ni nos da esperanza a corto plazo, tal vez no merezca nuestra confianza en un futuro.
No se trata solo de un problema de gestión, sino de percepción de futuro. Von der Leyen se juega más que su capital político, porque empezamos a sentirnos como Gulliver entre gigantes, y esa sensación de ser menos, de ser peores que el resto, solo hará que la confianza en Europa decrezca entre los propios europeos y europeas. Cada vez queda menos tiempo.
Xavier Peytibi es consultor político en Ideograma y autor de Las campañas conectadas y coautor con Sergio Pérez-Diáñez de Cómo comunica la alt-right. De la rana Pepe al virus chino.
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