Iglesias huyó de Vallecas enredado en sus vías y tendederos como en una alambrada. Cuando ha vuelto, le aguantaban la puerta del coche oficial dos gorilas, dos men in black con pipa, pinganillo y pinta de cíborg, para que él saliera con su sudadera de Fariña igual que esos pijos obscenos que pusieron de moda la ropa de mendigo. Sí, la foto era un montaje, pero Iglesias tiene gorilas y coche oficial. El pueblo mitológico, de botellín y chóped, ese pueblo como una barbería de zarzuela, está bien para los discursos y para mandarlo a que se parta la cara por ti, pero nadie, si puede evitarlo, prefiere vivir a la sombra de una bombona de butano, acompañado de los cristos obreros que salen en los desconchones. Sí, Iglesias volvía a Vallecas a oler el pueblo con el que él hace discursitos como cupcakes. Volvía no porque él sea pueblo ni Vallecas sea pueblo (el pueblo no existe, es como el Espíritu Santo de la izquierda), sino para que los que se partan la cara sigan siendo los pobres, los pringados o los esbirros, mientras él volverá a su casoplón y dejará la sudadera para ponerse una bata forrada de gatos de angora como Ava Gardner.
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