Iglesias huyó de Vallecas enredado en sus vías y tendederos como en una alambrada. Cuando ha vuelto, le aguantaban la puerta del coche oficial dos gorilas, dos men in black con pipa, pinganillo y pinta de cíborg, para que él saliera con su sudadera de Fariña igual que esos pijos obscenos que pusieron de moda la ropa de mendigo. Sí, la foto era un montaje, pero Iglesias tiene gorilas y coche oficial. El pueblo mitológico, de botellín y chóped, ese pueblo como una barbería de zarzuela, está bien para los discursos y para mandarlo a que se parta la cara por ti, pero nadie, si puede evitarlo, prefiere vivir a la sombra de una bombona de butano, acompañado de los cristos obreros que salen en los desconchones. Sí, Iglesias volvía a Vallecas a oler el pueblo con el que él hace discursitos como cupcakes. Volvía no porque él sea pueblo ni Vallecas sea pueblo (el pueblo no existe, es como el Espíritu Santo de la izquierda), sino para que los que se partan la cara sigan siendo los pobres, los pringados o los esbirros, mientras él volverá a su casoplón y dejará la sudadera para ponerse una bata forrada de gatos de angora como Ava Gardner.
Vallecas no es un teatrillo de arquetipos, con currelas, porteras, mensakas y mucamas como si fueran personajes de la Comedia del Arte. No es una aldea antifascista y roquera que hay detrás de los vagones de mercancías, de esas vías de hierro enredado que parecen las cuchillas de afeitar tiradas o medio enterradas de Madrid. En las últimas elecciones, PP y Vox consiguieron juntos en Vallecas más votos que Podemos. Allí quien gana es el PSOE, no los ninjas del ladrillazo. Pero Iglesias llegó allí, disfrazado, como a la feria medieval de ese “pueblo” de sus discursos, de sus tomitos revolucionarios, de su izquierdismo burgués (un burgués mantenido, apocado y siniestro era Lenin, y también consiguió que todos pelearan por él). Llegó Iglesias como si fuera el príncipe de Bel-Air, llegó entre indiano, hijo pródigo, quinto de permiso del Gobierno y triunfito que triunfó, no a rodearse de pueblo ni a hacerse perdonar por el pueblo, sino a apoderarse del pueblo. Sí, para que luego todo pareciese un ataque al pueblo, una defensa del pueblo, una victoria del pueblo o un manteo del pueblo.
El pueblo no existe, es sólo un cuento como el cielo para cachorros de los niños, pero sí existen los que creen el cuento. Se les puede convencer de que son el pueblo y de que se den de hostias con los enemigos del pueblo, con esos fachas o burgueses con los que, en realidad, Iglesias comparte gremio, tertulia, acuerdos, lujos, barrio y negocio. Vallecas estaba pensado para eso. Vallecas ya había sido miserabilizado y engloriado en la pobreza y la justicia puras y honestas del pueblo y de la izquierda, que son lo mismo; Iglesias se había presentado allí como su príncipe mendigo, con su sudadera ratonera y su moño como un estropajo chorreante, pero espíritu de señor del pazo; y ya sólo quedaba esperar al antipueblo, precisamente para hacer pueblo, para dar forma al cuento.
Cuando esta izquierda antidemocrática y salvaje, que sólo une sus sectas bajo las llamas, dice haber tomado posesión de un territorio, físico o cultural, su deseo es ley y su violencia, justicia
Vox, que también trabaja con cuentos, con falacias, glorias e identidades usurpadas, acepta su papel, claro. Pero ese argumento de ir provocando es bajo, miserable, baboso, como el de “se lo ha buscado”. En realidad el argumento no es la provocación, una de las palabras preferidas por los puritanos, los fanáticos y los acomplejados para justificar su crueldad, su violencia y su debilidad. Aquel coño insumiso y como hindú, vestido y paseado como una dolorosa en Semana Santa, recuerden, también podía provocar, pero no veo a los de Podemos aplaudiendo la lapidación de las provocadoras. El argumento verdadero no es que Vox, o el PP, o Cs, provoquen en Vallecas o en Rentería igual que un coño en parihuela, morado o granate como un nazareno, puede provocar a la salida de misa. Ni siquiera que se provoque a una mayoría o al “pueblo”. El argumento es que cuando esta izquierda antidemocrática y salvaje, que sólo une sus sectas bajo las llamas, dice haber tomado posesión de un territorio, físico o cultural, su deseo es ley y su violencia, justicia.
No, ni Iglesias ni Vallecas son pueblo. Decía Roland Barthes, y eso que era marxista, aunque peculiar, que “el virus de la esencia está en el fondo de toda mitología burguesa del hombre”. Ahora es la izquierda la que es mitológica, esencialista y burguesa, con falsos papas de pies descalzos y sucios bajándose de cochazos ayudados por guardaespaldas como por arcángeles con cojincito. Iglesias puede meter a todo su pueblo fabuloso en Vallecas como la nieve en una bola de nieve, pero ni Iglesias es el príncipe del pueblo, ni los antifascistas pueden ser antifascistas comportándose como fascistas, ni es cuestión de provocaciones sino de dominio. Esta izquierda caótica, contradictoria y furiosa está en guerra. Y no contra los rancios de Vox que parecen un Don Limpio legionario o una Morticia Addams del Opus, sino contra la democracia, que ellos sustituyen no por la voluntad del pueblo, que no se preocupan en contar, sino por la del jefe.
El jefe, o sea Iglesias, se bajó del cochazo y besó la acera, cierta y metafóricamente. El pueblo le hacía como de felpudo o de escalerita de carruaje. Su determinación de líder se había fundido con una voluntad legendaria, heredada a partir del pedigrí o del calentón del obrero y del pueblo. Una voluntad que, ciertamente, usa para las hostias y para el bulto al obrero y al pueblo que se creen en su zarzuela de obrero y pueblo. Pero es sólo la voluntad del jefe. Iglesias huyó de Vallecas y se hizo retórico, acomodado y gordinflón como un cura. Ahora, mirón o apostador, vuelve para usar el barrio como gallera y como anfiteatro. Nadie lo cree y su disfraz de pueblo dejaba por Entrevías paja y escarabajos igual que un espantapájaros.
Iglesias huyó de Vallecas enredado en sus vías y tendederos como en una alambrada. Cuando ha vuelto, le aguantaban la puerta del coche oficial dos gorilas, dos men in black con pipa, pinganillo y pinta de cíborg, para que él saliera con su sudadera de Fariña igual que esos pijos obscenos que pusieron de moda la ropa de mendigo. Sí, la foto era un montaje, pero Iglesias tiene gorilas y coche oficial. El pueblo mitológico, de botellín y chóped, ese pueblo como una barbería de zarzuela, está bien para los discursos y para mandarlo a que se parta la cara por ti, pero nadie, si puede evitarlo, prefiere vivir a la sombra de una bombona de butano, acompañado de los cristos obreros que salen en los desconchones. Sí, Iglesias volvía a Vallecas a oler el pueblo con el que él hace discursitos como cupcakes. Volvía no porque él sea pueblo ni Vallecas sea pueblo (el pueblo no existe, es como el Espíritu Santo de la izquierda), sino para que los que se partan la cara sigan siendo los pobres, los pringados o los esbirros, mientras él volverá a su casoplón y dejará la sudadera para ponerse una bata forrada de gatos de angora como Ava Gardner.
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