El destino de Ángel Gabilondo iba a ser enterrarse en un despacho de almirante o de cura, entre cartas de madres y sentencias de corregidor, o sea el despacho del Defensor del Pueblo, que era donde lo iban a mandar. Un sitio donde no tendría que hablar con nadie, ni ver a nadie, sólo leer como el que teje y desplegar de vez en cuando papeles como sobre una mesa de mapas, con frufrú de sastre o de ratoncillo. Ahora, sin embargo, su destino podría ser gobernar en Madrid con Pablo Iglesias, que es lo contrario a cualquier discreción y a cualquier paz. Así se lo ofreció Gabilondo en el debate, como un caballero que ofrece su chaqueta, y hasta llamándolo “Pablo”, ya con intimidad de compartir la lana o la lluvia. A Iglesias no lo pudo contener Sánchez con todo su poderío aeronáutico, lo va a contener Gabilondo con su juego de escritorio.
Ya sabían en Moncloa que Gabilondo no servía para la política, o para esta política al menos. A Gabilondo lo vemos (y yo creo que él también se ve) raro, torpe, lento, perdido, como si no se hubiera llevado las gafas a esta parte de su vida. A Gabilondo se le nota que es un hombre todo de silencios y soledades, de dar mucha cuerda al reloj, guardar compases, limpiarse las lentes con vaho y pasar páginas con dedo ensalivado bajo su librería como un retablo de colegiata. Por eso en Moncloa ya le habían buscado destino o refugio en ese como Himalaya de la administración, ese cargo de Defensor del Pueblo que parece como el de farero del Estado, y que está en las antípodas de lo que es ahora Madrid en la política y hasta en la historia. Así iba a ser hasta que Ayuso les fastidió la jubilación a unos y el vuelco de la tortilla a otros.
Nada menos que gobernar Madrid, vórtice de las Españas y las ideologías, motor inmóvil del dinero como de los trenes, ombligo sentimental del país, todavía con cicatrices de tranvías y trincheras. Y nada menos que tener que hacerlo con Iglesias. Eso es como si Gabilondo pasara de monje a comando, y uno no sabe qué podría pasar con él ni con Madrid en ese loco volatín. Muchos no servían para la política pero ahí han estado, mejor o peor. Lo malo es que, además de no ser lo tuyo, tengas que depender de un profesional, de un tiburón, de un sofista que está entre la revolución y el hidromasaje. Un profesional que además viene rebotado de gobernar sólo pasillos y busca un sitio más manejable y práctico para su rebeldía destrozona.
Creíamos que Iglesias se retiraba, se sacrificaba, pero creo que quizá ha visto que Madrid es manejable
Yo creo que Iglesias se aburría en el Gobierno porque allí se diluye todo más, porque desde aquellos salones con Tapies o con mapas España aparece ancha, inabarcable, burocrática, como una España de los Austrias, y por tanto tediosa para un político que funciona con lo que tiene a tiro de piedra. Desde una vicepresidencia las calles están lejos, la gente está lejos, Iglesias sólo veía a la prensa y su peana como del sorteo de la lotería, y era como si gobernara desde un galeón o con palomas mensajeras. Madrid es otra cosa. En Madrid todo está cerca, Iglesias estaría en Sol como dentro de un reloj de cuco, sólo tendría que asomarse para estar en el corazón de la vida, del pueblo o de la revolución, como el que está dentro de un Goya.
Creíamos que Iglesias se retiraba, se sacrificaba, pero creo que quizá ha visto que Madrid es manejable, que es sólo ese poblachón manchego que decía Umbral, rodeado de unas pocas ciudades que son como cocheras; que es como una cañada que va de los rascacielos a la sierra, y hasta por la metrópoli pueden pasar libremente las ovejas, o sea que se puede casi pastorear con un par de párrocos revolucionarios. Madrid no es como España, que es más metáfora que territorio, y por eso toda su política es metafórica. Madrid parece cercano, palpable, callejero, vecinal. Y Gabilondo está dispuesto a entregárselo.
“No quiero extremismos”, había dicho Gabilondo hace poco, en esa campaña suya en la que él, que ya parece un poco enmaderado, se movía y reaccionaba como un muñeco de futbolín en manos del sotanillo de la Moncloa. Pero también aseguró que no subiría los impuestos, hasta que crujió la madera de sus caderas y sonó lo contrario como un bolazo. Iglesias no era para Gabilondo una opción, sino una necesidad, como para Sánchez. La primera diferencia, sin embargo, es que Gabilondo no es Sánchez. Es cierto que Moncloa lo maneja por telegrama, como el estafetero que parece, pero entre que llega el mensaje y Gabilondo lo desentierra entre la náutica de sus papeles y anteojos, a Iglesias le puede dar tiempo de hacer su revolución, su experimento o su destrozo. La segunda diferencia es que, como digo, esta vez Iglesias no estaría en una vicepresidencia flotante, aburrido o cansado de soportar toda la estructura o toda la metáfora de lo español. Esta vez estaría a pie de calle. Y no se aburrirá ni se rendirá, sino que saldrá a tomarla, como si toda la comunidad de Madrid fuera sólo esa casa de relojero de la Puerta del Sol.
El destino de Ángel Gabilondo iba a ser enterrarse en un despacho de almirante o de cura, entre cartas de madres y sentencias de corregidor, o sea el despacho del Defensor del Pueblo, que era donde lo iban a mandar. Un sitio donde no tendría que hablar con nadie, ni ver a nadie, sólo leer como el que teje y desplegar de vez en cuando papeles como sobre una mesa de mapas, con frufrú de sastre o de ratoncillo. Ahora, sin embargo, su destino podría ser gobernar en Madrid con Pablo Iglesias, que es lo contrario a cualquier discreción y a cualquier paz. Así se lo ofreció Gabilondo en el debate, como un caballero que ofrece su chaqueta, y hasta llamándolo “Pablo”, ya con intimidad de compartir la lana o la lluvia. A Iglesias no lo pudo contener Sánchez con todo su poderío aeronáutico, lo va a contener Gabilondo con su juego de escritorio.
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