El debate parecía una Santa Cena diabólica y cubista con Ayuso en el centro. Sin embargo, ante el decorado mareante y cortante como una escollera tormentosa, la batalla que se desarrolló fue sobre todo la de la izquierda. Ayuso saludaba a los micrófonos diciendo que creía que iba a pasar un buen rato, como si fuera a El hormiguero, pero la izquierda tenía que hacer que su votante se decidiera entre esa baraja que va del revolucionario al dormido. Para esa batalla, alguno hasta amagó con cambiarse de pellejo: Iglesias, de repente, decía al llegar que había que “respetar todas las ideas”. Era como si lo hubiera sustituido un ultracuerpo recién nacido a la democracia y a sus cortesías, que ni siquiera sabe qué es un adoquín. La izquierda no se atacaba, su competición era la de medirse con Ayuso, que, de rojo cocacola o rojo chino, parecía que había tomado el papel de Uma Thurman en Kill Bill, aunque menos hábil.
Iglesias, después de estar achaparrándose y aburriéndose en un Gobierno frío y como bursátil, volvía a sentirse político, que para él es sentirse boxeador o vedete, aunque sea un boxeador o una vedete retirándose ya con faja. “Más allá de los insultos”, aseguraba sin embargo que para el gobierno de Madrid la pandemia “no había sido una desgracia, sino una oportunidad para derribar al Gobierno”. A Ayuso la querían enterrar en una trinchera de muertos, aunque ella contestó que “las muertes son de todos”.
El nuevo Iglesias, o el Iglesias de los debates, que parece dieciochesco, no sólo venía de un lugar sin adoquines, sino de un Gobierno donde él no había sido vicepresidente y ministro de Derechos Sociales en tiempos del mando único, sino sólo una especie de ficus trasplantado por el moño. Pero Iglesias usó datos y duros documentos sobre triaje, mientras Ayuso recurría al ataque ad hominem y a que en Madrid no quieren a Iglesias como en algunos sitios no quieren a los toreros. Éste, claro, es el boxeo o el claqué que le gustan a Iglesias, que cuando gobierna, sin embargo, se cansa o se rinde y prefiere irse a echar pachangas y a recoger claveles del pueblo como una virgen de manto granate.
Aunque Ayuso recibía las acometidas, la batalla ya digo que era de la izquierda, que tiene que movilizar al indeciso y al obrero alienado que no se sabe ni obrero ni alienado
Ayuso quizá sólo iba a no meter la pata, y por eso estuvo floja y hasta mal estudiada. A Ayuso no le puede bastar con aparecer de rojo y con capotazo de abanico como la flamenca del Whatsapp. Era como si en este debate se hubiera conformado o acomodado en el espectáculo de verse picoteada como una gran ballena inexpugnable. Iglesias fue a por ella, sobre todo cuando vio que no contestaba a preguntas de temario, y Ayuso, como atragantada todo el tiempo con él, no estuvo a la altura. Eso sí, una sola frase de Iglesias, “nosotros somos de gestionar”, era suficiente para delatarlo como ese robot de debatir que es, como esos robots que compiten por volcar a otro robot sin más progreso para la humanidad. Si lo suyo fuera gestionar, seguiría en el Gobierno con su vicepresidencia y su cartera, importantísimas e históricas, no entrenando para esgrima o para Pasapalabra.
Aunque Ayuso recibía las acometidas, la batalla ya digo que era de la izquierda, que tiene que movilizar al indeciso y al obrero alienado que no se sabe ni obrero ni alienado. Iglesias escogió bien los números, pero Mónica García fue más emotiva y cercana, iba como de enfermera universal (ella es médico) y hasta llegó a mencionar una máquina de las UCI (le faltó escenificar con pitidos goteantes las muertes por el virus). García parece el exacto término medio entre la tortuguez política de Gabilondo y el Iglesias revolucionario o sofista, según toque, que llegaba de rebote desde un gobierno del Régimen del 78 y desde su chalé adobado en burguesía. Pero García parecía reclamar su sitio con demasiado respeto para Iglesias.
Lo que más me ha llamado la atención de este debate, además de la posición central y hasta pasiva de Ayuso, entre venus y dolorosa, fue esa autoridad de Iglesias, una autoridad meramente televisiva, como la de Matías Prats, que ya digo que luego no se traduce en gobernanza, pero es innegable. Y miren que se le pueden coger contradicciones y falacias, pero hasta Ayuso se le enfrentaba poniendo morritos. En cuanto a Gabilondo, era como un búho que sobrevolaba o ululaba de vez en cuando sobre ellos y que luego todo el mundo olvidaba. A Bal se le veía un poco perdido en ese cuadro de batalla, con cierta desesperación incluso.
La izquierda no se atacaba, su competición era la de medirse con Ayuso, que, de rojo cocacola o rojo chino, parecía que había tomado el papel de Uma Thurman en Kill Bill, aunque menos hábil
Excepto Ayuso, que iba como al solárium o quizá al dentista, todos trataban de competir por la atención, pero Bal empezó antes que nadie llegando en su Harley Davidson. Ciudadanos ya tiene que hacer de hombre bala para que se olvide lo de Murcia. Bal, sin estar brillante, lo hizo bien, cosa que nunca le ha servido a su partido. Pero además lo hacía bien desde una posición tambaleante, sin sitio, como con la moto sobre un taburete. En cuanto a Rocío Monasterio, su discurso, como se esperaba, fue aullante, aterrador, incluyendo la exhibición del cartelito racista de marras. Creo que han asumido que ese cartel es como la horripilante postal de cumpleaños donde van a firmar todos sus votantes.
Yo no sé, en fin, si la ballena picoteada, o sea Ayuso, salió indemne o simplemente viva, viva de su propio tamaño o de su propia fábula. Ayuso se quedó ahí, en medio de la sala y de las miradas, como un fresco de capilla, como una maja goyesca, y quizá sea suficiente, o quizá sea decisivo. Tampoco sé si los debates hechos con pianola de calculadora o globos de animalitos influyen demasiado al final en el votante creyente, en el perezoso o en el descreído. Pero otra frase de Iglesias puede haber hecho inservibles todas sus chuletas: ese “sabiendo que vamos a gobernar juntos” que le dedicó a Gabilondo. A Gabilondo no le salieron ojeras del futuro mal dormir, sino que aseguró: “Pablo, tenemos 12 días para ganar las elecciones”. A lo mejor Ayuso salió sólo arponeada por alfileres y su rojo era más rojo acerico que rojo sangre.
El debate parecía una Santa Cena diabólica y cubista con Ayuso en el centro. Sin embargo, ante el decorado mareante y cortante como una escollera tormentosa, la batalla que se desarrolló fue sobre todo la de la izquierda. Ayuso saludaba a los micrófonos diciendo que creía que iba a pasar un buen rato, como si fuera a El hormiguero, pero la izquierda tenía que hacer que su votante se decidiera entre esa baraja que va del revolucionario al dormido. Para esa batalla, alguno hasta amagó con cambiarse de pellejo: Iglesias, de repente, decía al llegar que había que “respetar todas las ideas”. Era como si lo hubiera sustituido un ultracuerpo recién nacido a la democracia y a sus cortesías, que ni siquiera sabe qué es un adoquín. La izquierda no se atacaba, su competición era la de medirse con Ayuso, que, de rojo cocacola o rojo chino, parecía que había tomado el papel de Uma Thurman en Kill Bill, aunque menos hábil.
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